domingo, 31 de enero de 2016

Envenenado néctar

"El beso". Gustav Klimt.

...

"Me escalas desde las entrañas
desposeyéndome de razón y centro.
Secuestras mi voluntad
y, como marea ansiosa, colmas
las fronteras de esta piel ayer serena.

Llegas, me arrasas y, entonces, vuelas

y rebasas nuestro hoy sin mañana.
Y yo, suspendida, te suspiro,
casi sin aliento, que quedará tu huella
sublimada, aquí donde en calma exploras
el perfil travieso de mi leve figura.

Bebamos del envenenado néctar

de quienes aman sin mirar al cielo, 
absortos, enajenados del cálido sorbo del miedo.
Saboreamos, nos deleitamos y nos perdemos...".

ERM.

viernes, 29 de enero de 2016

Carta a mi hija

*Todos necesitamos rescatar imágenes del pasado para hacerlas presentes, evocar lo que fuimos y comprender así lo que somos. Ésta es la historia de un "amor constante más allá de la muerte". Su esencia queda en este mensaje que hace pocos días recibí de mi madre.





19-01-2016

Querida hija:

¡Hoy hace años que conocí a tu padre! Fue en el Colegio Mayor "Cardenal Belluga", de Murcia. Era domingo. Él acababa de regresar de Almoradí, donde había pasado el fin de semana; yo había sido invitada a comer por Eustaquio, el jefe de la tuna.

Tu padre, a la hora del café, me invitó a bailar sevillanas. Le dije que no... Vaquero, camisa blanca, rebeca color vino...

A media tarde fuimos a la sala de baile del Colegio Mayor (la actual Biblioteca Nebrija de la Facultad de Letras) y no dudó en tratar de arrebatar el turno a quien bailaba conmigo. Él lo tenía claro.

Fumaba en pipa... Tabaco rubio...

Le dio "un toque" en la espalda a mi bailarín, Paco, que estudiaba Derecho y por entonces bebía los vientos... "¿Permites que baile con tu pareja?", o sea conmigo. Y así terminé bailando con él. Tuve que hacer mucha fuerza porque no hacía más que apretarme contra sí. Quise que los compañeros que estaban allí presentes me rescatasen y me quitasen de encima a aquel hombre que parecía querer comerme, pero no hubo manera...

A media tarde, después de escucharme tocar al piano "El tema de Lara", del Doctor  Zhivago, tras una cortina del escenario quiso besarme.

¡Recuerdos , nada más...!

El 31 de Enero, apenas quince días después, en una discoteca que había en la conocida Torre de Murcia de la Gran Vía, me dijo que me quería, que era su "hilo de Ariadna", la que debía guiarle y salvarle. Sólo pude contestar que me gustaba, que no le quería aún, quizás con el tiempo...

Allí me dieron el primer beso de mi vida. Tan ingenuo fue que mi futuro marido me preguntó: "¿No te han besado nunca, verdad...?".

Él se despidió aquella noche feliz, cantando y bailando la canción de "Rufo, el pescador"(así le llamaban en el colegio mayor: Rufo, de la unión de las primeras sílabas de sus dos apellidos: Ruiz Follana).

Siete años después se convirtió en mi marido, un 23 de Agosto, en la Basílica de Santa María de Elche, mi pueblo natal.

Sinceramente, creo que fui su "hilo de Ariadna" y él, mi apoyo perpetuo...
Pero me dejó... Se fue para siempre un 9 de Julio de 2004. Se fue para siempre el amor de mi vida, lo que más quería.

Me dejó con el fruto del inmenso cariño, respeto, lealtad y amor que nos profesábamos: nuestras hijas... Emilia y María.

... 

Mi padre se llevó en ese viaje final un puñadito de jazmines recién cogidos en el jardín; un barquito de madera con el nombre de Juani grabado, recuerdo del noviazgo, y los versos del imponente soneto que Quevedo dedicó al amor eterno y que tanto admiraron siempre, desde los años de la Universidad. En un trozo de hermosa tela de "cashmere" quedó todo envuelto. Ése fue su equipaje, eso y todo el amor forjado en vida...



"(...)

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.




Amor constante más allá de la muerte
Francisco de Quevedo





 .

martes, 26 de enero de 2016

Esperando al chico de la gabardina...


Mi madre no hace más que decirme que soy muy cría todavía para estar pensando en chicos, que tengo que centrarme en los estudios, porque son los que me abrirán las puertas del futuro. Y digo yo, ¡qué será eso del futuro!; creo que se refiere a cuando yo sea como ella y esté con hijos y tenga que preocuparme de lo que valen la leche y las galletas. Se pone muy pesada con que no podemos comprar todo lo que se nos pase por la cabeza; al parecer, no nos llega el dinero para acabar el mes. Y no veas cómo me enfada no poder desayunar lo que me gusta, pero todavía más aún que no me compren los pañuelos que venden en el mercadillo de Móstoles y que tanto me flipan. ¿Qué culpa tengo yo de la luz, el agua o el gas? Sólo quiero que él me vea muy guapa, que se acerque a decirme lo mucho que le molan mis zapatillas nuevas y que me mire como si no hubiera nadie más alrededor.

Lo veo en mis sueños. En realidad, cuando me voy a dormir lo que hago es cerrar los ojos e imaginar que mi espíritu se separa de mi carne y viaja desde mi habitación, por todo el pueblo, hasta la suya. Puedo entrar en su casa, verle con su familia, cenando, viendo la tele o pensando en mí cuando ya se queda solo en la oscuridad de su cama. Y así, con el alma de excursión, termino cogiendo el sueño hasta el día siguiente.

Hay otras niñas que siempre revolotean a su alrededor. A mí se me llena la cabeza de rabia e impotencia. Quiero ser yo en quien se fije. Y sé que lo hace. Siento que cuando se encuentra conmigo sólo existo yo, Y entonces, siempre se acerca a mí, me dice que le gusta el color de mi jersey y el de mi pañuelo, agarra mi mano y me lleva hasta donde se apagan las luces y ya no hay calles, para contarme qué es eso de besar, mientras me muestra el mapa de estrellas y caricias que el cielo de noche custodia.

En clase ando siempre perdida, ausente. Me da igual el examen de ciencias y los quebrados o las fracciones. Yo todo lo quiero entero, sin dividir, que un beso repartido no sabe igual y te deja con sensación de que algo se ha perdido entre los nervios y la emoción de poder ser descubierto sin querer.

“Continuamos con la lectura de la semana pasada, la de Los amores lunáticos, ¿os acordáis? Ya sabéis, en voz alta, que os veo muy atropellados y si no sois capaces de seguir la música del texto no podréis llegar a entenderlo”. Es un poco peculiar esta profesora. Sólo está con nosotros dos horas a la semana y no sé si alegrarme o escribir una carta al director para que hagan el favor de traerla todos los días. Dice que no, que tanto ejercicio de Lengua nos va a terminar secando el cerebro; se pone muy seria cuando empieza a explicarnos por qué a leer y a escribir se aprende tirándose a la piscina ésa de la que siempre habla. No sé si me entero mucho de qué va esto, pero siempre salimos de clase con alguna historieta suya bajo el brazo.

Ese lunes continuamos con el librito que llevamos intentando terminar desde noviembre. Entre las risas de unos y las bolas de papel de Juan, el follonero de la clase, no hay manera de que pasemos de capítulo. A tropezones, por lo mucho que molestamos y los parones que hace la profe para explicarnos el significado de algunas palabras, llegamos a la página 45, en la que a todos, en especial a las chicas, se nos dibujó una tonta sonrisa en los labios. Allí, el protagonista describía su beso con la guapa del libro, “su almíbar emocionado al rozar ese contorno rosa de sus labios…”. No creo que entendiera todas las palabras, pero las chicas y yo nos miramos como diciendo “eso sabe a beso, a uno de los dulces” y nos echamos a reír, con nerviosismo de “pava quinceañera”, que dice mi hermano.

“A ver, chicos. ¡Cómo sois, de verdad! Parecéis recién salidos del cascarón… ¡Ay, qué hermosa inocencia!”. Más risa se me venía a la cabeza de escucharla hablando de “candidez” y “sentimentalismos”, que decía ella. No tengo muy claro que los mayores sepan qué gusanillo nos atrapa el estómago cuando soñamos con que el chico que más nos gusta nos besa en los labios…

- Igual creéis que yo soy extraterrestre y no sé qué es eso del primero beso potente, el del primer amor…

- Cuéntalo, profe. ¿Tú te acuerdas del primer chico que te besó?

-¡Que si me acuerdo, dices; anda que estás tú buena, niña! Esas cosas no es que se recuerden, es que se quedan grabadas a fuego, para siempre, en las neuronas sabias, las de la memoria eterna… ¡Cómo iba a olvidar ese 30 de enero de 1992!

-¡Hala, profe!¡ Ahora dirás que hasta de la hora te acuerdas!

-¿Lo dudáis? Mira, esto no va a ser clase de Lengua. Va a ser el tema 0, dedicado a “episodios memorables de la vida y la obra”… Yo tenía vuestra edad, más o menos. Ahora, ya os lo adelanto, que ni móviles, ni mensajes instantáneos ni historias tecnológicas; nosotros no recuerdo cómo quedábamos, pero, una vez concertada la cita, no había marcha atrás, porque, en caso de arrepentirte, o buscabas en el listín telefónico el número de la casa del chico o chica, arriesgándote a que se pusiera su padre, o, lo que es peor, su madre, o simplemente dejabas que al individuo le salieran canas esperándote en el sitio de marras. Cuando a mí, aquel muchacho de paso elegante me dijo “te espero a las ocho y cuarto en el Yes” supe que tenía que presentarme como a una guerra, puntual y sin miedo, no a las ocho, sino a las siete y media, no se me fuera a hacer tarde. Mi amiga Mari, que no es muy de arreglarse, me prestó un pantalón de peto color burdeos y yo lo combiné con una blusa de flores alegres; mi zapatones con cordones, como era moda, y un abrigo de paño azul marino. ¡No te rías, que bien mona que iba”.

A todos se nos iban las risas; parecía una chalada sacada de la televisión antigua, la que mi padre tiró hace poco y pesaba una tonelada, con pantalla de vidrio y colores chillones. Pero era gracioso escucharla…

“Cuando llegué, creyéndome puntual, me di cuenta de que él me había ganado. Llevaba una gabardina y, con ella aún puesta, jugaba al billar, él solo, como si fuera un hombre de catorce años. O estaba loco o Paul Newman se estaba encarnando, masculinamente serio, con aire de seductor, delante de la pazguata del pueblo de al lado, que era yo. Y con cara de boba me quedé, observando cómo aquellas bolas de colores iban de acá para allá sobre su mesa de baile. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que él me sugirió salir a la calle, a pasear y charlar, que aun siendo enero no se notaba frío cerca del mar. Y allá que nos fuimos, callejeando y parloteando sobre sabe Dios qué. Llegamos a la puerta del cine de verano; no había nadie que anduviese en invierno merodeando el contorno, así que nos sentamos tranquilos en un banco de piedra blanca, como si fuésemos  a recoger las entradas de la sesión continua. El mejor primer plano, el de ese mágico beso…”.

A mí esta profe me mata. ¿¡Qué hace contándonos esas cosas!? No sé qué iba a pensar mi madre si nos viera a todos por un agujerito, con cara de bobos, escuchando las historias de esta pirada de los dictados y las redacciones.

“… Su mano, de dedos finos y alargados, se deslizó sobre mi cabeza, acariciando mi pelo, bajando hasta alcanzar el cuello y, entonces, ciñéndolo contra él, hizo que mis labios terminaran encontrándose con los suyos. De repente, se me olvidó dónde estaba; durante segundos, que me parecieron horas o días o una vida entera, se me había anegado el estómago de mariposas y sentía la miel de su boca en mi boca…”.

En seguida saltó Ana, rompiendo la magia, “¡y sentiste que se te derretía el cerebro! ¿a que sí, profe? Eso me ha pasado a mí. El muchacho con el que voy ahora es un poco mayor que yo. No creas, no ha pasado nada de mayores… Pero, cuando me besa, yo también tengo mariposas de ésas…”.

Nos miró sonriéndose, comprendiendo. Le preguntamos si aquel chico fue su novio de siempre. No recuerdo bien lo que nos respondió, pero entendí que no, que “sus besos iban y venían, pero nunca se quedaron”. Yo no quería que a mí me pasara eso. ¡Qué triste! Si es verdad que le gusto y que los colores de mi pañuelo son los más bonitos del mundo, pues tiene que ser así para siempre. Porque el amor es para siempre, ¿no, mamá? “Ay, hija, claro, pero el siempre no es siempre el mismo; es un siempre distinto, con el amor de antes, pero no el de siempre”.

No me entero de nada con esta madre mía, que o no sabe o me está engañando. Su marido es el mismo marido de siempre, pero ¿su amor no es como siempre? ¿Hasta cuándo dura el siempre? ¿Aguanta hasta que uno se muere y el otro, roto en tristeza, le llora? ¿O el siempre no entiende de muertes y se alarga incluso después, en el más allá, aunque allí no haya besos ni mariposas?

Me angustian al final tantos siempres cuando aún no tengo ni un ahora, porque digo yo que poco promete el final si no se arranca ya la película. Espero el día, impaciente. Quizá no lleve blusa de flores y abrigo azul, que eso ya no se lleva, pero acudiré puntual a mi cita con mi chico de gabardina color tierra y paso elegante. ¡Ay, que no, que ése era el del billar, el de mi profe! Bueno, mi media naranja vendrá a darme ese beso, yo espero que en primavera, y no en enero.

“En los tiempos antiguos existieron unos seres que eran mitad hombre, mitad mujer, reunían ambos sexos en un solo cuerpo. Se llamaban andróginos y osaron querer invadir el Olimpo de los dioses. Así que Zeus decidió castigarlos lanzándoles un rayo y separándoles para siempre. Cuenta la leyenda que, desde entonces, los hombres y las mujeres vagan por el mundo buscando a su otra mitad, la que debería completarles y hacerles sentir plenos. De ahí lo que conocemos como “la media naranja”, que hace que todos pasemos la vida esperando encontrar a “mi otro yo, el que me falta”. Yo quiero esa mitad, que apuesto a que es él, porque estoy segura de que, cuando me mira, nuestras cortezas de naranja se ajustan perfectamente; estamos destinados a ser lo mismo, para siempre, aunque luego el siempre decida ser distinto al de ahora, aunque se arrugue la piel de esta naranja o incluso se poche por alguno de sus lados.

Y sobre esto, mi profesora, la de los besos con el de la gabardina, nos da la solución para ahuyentar preocupaciones, porque dice que, aunque es muy bonito encontrar a la persona con la que complementarse y con quien compartir mariposas, lo que debería importarnos es encontrar a la otra mitad, la que nos falta, dentro de nosotros mismos, porque, como dice, el primer amor verdadero es el que encontramos en nuestro interior. No termino de entenderlo, pero me parece que quiere decir que antes de nada hay que quererse a uno mismo, que dentro de nosotros está la verdadera media naranja, y que, si luego, como regalo, la vida nos trae limones, pues mira tú qué bien. Puede que andemos esperando a alguien de fuera, cuando nuestro yo de dentro nos está desde hace años buscando. Me gusta la idea, porque digo yo que solteros hay por el mundo, como mi tía, que también tienen derecho a ser felices, aunque no tengan ni mitad ni cuarto de ninguna fruta. Pero, a mí, estoy segura de que me encontrará él, más que nada porque en este pueblo me parece a mí que no hay mejor mitad que la mía.

Y después del primer beso se ve que hay muchos. Hasta que uno termina queriendo echar raíces. Y esa fue la última clase de mi profesora. Nos contó que el primer regalo que recibió fue un marquito de plata, con una foto en la que ella posaba con alguien especial, y que llevaba grabados dos nombres, Baucis y Filemón, qué bien raros son, quizá porque suenan a antiguo.

“Cuentan que, un día, Zeus, el que más mandaba en el monte de los dioses, y Hermes fueron a un pueblito enmascarados, a pedir asilo y atenciones. Nadie les hizo caso, salvo un matrimonio que, con toda la generosidad, aun desconociendo quiénes eran en verdad los que a su puerta llamaban, dieron de comer y de beber y les brindaron un lecho. Como recompensa, admirados de su entrega desinteresada, Zeus les concedió un deseo, lo que quisieran, y ellos no pidieron tesoros o la inmortalidad. Sólo deseaban envejecer juntos hasta el final de sus días, eso sí, sin que ninguno de ellos tuviera que ver morir al otro. Antes de que eso sucediera, los dioses permitirían que los ancianos se convirtiesen en árboles, un roble y un tilo, de manera que su amor no muriese, sino que se perpetuase a través de sus hojas, sus troncos y sus raíces”.


¡Me pareció un final tan hermoso! No es que esté yo ahora pensando en hacerme viejecilla ni en convertirme en árbol, pero quizá para el futuro ése que tanto preocupa a mi madre… No es mal final. Digo yo que igual se refiere ella a eso cuando me habla del amor de siempre que no es como siempre. A lo mejor no es el mismo de antes porque ya anda transformándose en tronco y en rama leñosa. Bueno, no sé. Es tontería preocuparse de las raíces cuando aún no ha germinado esta semilla. Sigo esperando al chico de la gabardina, al del primer beso, mientras elijo el color de mi pañuelo de hoy.


lunes, 25 de enero de 2016

Te veo




Y en la orilla, descalza, ella le dijo:

"Donde la calma cimbrea el silencio y parece quebrarse la noche, hay un instante en que te pienso y te veo. Apareces difuso, para luego quedarte instalado en el secreto recodo de mi pecho".

Él no contestó nada. Cerró los ojos y la vio en sueños.


viernes, 22 de enero de 2016

Carne de yugo, “soy rumano, gitano y pobre”




Mi querido Mihai fue uno de “los once; mis once”. Para poder formar parte del grupo de compensatoria educativa, los alumnos deben reunir dos requisitos, por un lado haber repetido al menos dos cursos, con el consiguiente desfase académico, y, por otro, estar en riesgo de exclusión social. Por desgracia, Mihai cumplía con ambos y fue uno de los primeros chavales propuesto por el claustro para el grupo específico de apoyo del que fui tutora el año pasado, en un instituto de Carabanchel (Madrid).

Para él era ya la segunda vez en aquella clase. Para mí, sin embargo, era una experiencia totalmente nueva, un reto que al principio me pareció inasumible. Los profesores de secundaria no contamos con la formación específica necesaria para trabajar con los alumnos con necesidades educativas especiales (según la nomenclatura que utiliza la actual ley de educación); la administración termina utilizándonos a su antojo para cubrir algunos puestos de difícil desempeño.

Mi predecesor era profesor de plástica, especialista en Bellas Artes; mi especialidad como docente es Lengua y Literatura. Ninguno de los dos contamos con los conocimientos didácticos apropiados para enseñar a chicos que, aunque oficialmente están matriculados en 1º de ESO, presentan un nivel académico de 3º, 4º o 5º de Primaria, según los casos. Mi grupo del año pasado estaba compuesto por once alumnos (diez españoles y un rumano, todos de etnia gitana); algunos manejaban la multiplicación por dos cifras, otros no dominaban las tablas, ninguno de ellos sabía dividir; una chica sabía sumar y restar, pero no era capaz de diferenciar cuándo hay que usar cada una de las operaciones. El nivel de lectura, alarmantemente bajo. La mayoría de ellos ha estado durante largos periodos de su educación Primaria sin escolarizar. No estamos ante niños con deficiencias intelectuales; en muchos casos tienen un gran potencial. Son víctimas de la dejadez familiar, de la falta de perspectivas de futuro que su propia comunidad les plantea en el horizonte, víctimas de un entorno económicamente desfavorecido, del prejuicio social…

Los padres son los principales responsables de estas enormes carencias escolares, pues son quienes, en primera instancia, permiten que sus hijos falten a la escuela, desoyendo las indicaciones de los servicios sociales. La ley no contempla la posibilidad de que un niño de 12 años permanezca matriculado en Primaria, así que, aunque no tenga el nivel necesario, se le pasa al instituto para procurar que cumpla con la Enseñanza Obligatoria, que en nuestro país es hasta los 16 años, según la normativa actual.

Lo más desolador no es al final que un chaval de instituto no sepa leer o dividir, que ignore casi todo del mundo que le rodea. Lo que más me impactó desde el principio fue su absoluta indiferencia hacia todo lo relacionado con la escuela. “Profe, yo no necesito estudiar. Me voy “a la chatarra o a la fruta” o “a mí no me hables de divisiones, que yo ya estoy pedida, me voy a casar y sólo vengo para que no nos quiten la ayuda y no venga la policía a buscarnos…”. Así que, con ese espíritu, suena el timbre, entran al aula, se acuestan sobre la mesa, sumidos en la modorra, la desidia y el enfado, porque intentan rebelarse ante lo que consideran un encierro, un tremendo castigo, tantas horas allí con alguien que no sabe ni cómo enfrentarse al panorama. No hay libros de texto, ni programa fijo. Ni alumnos, porque ellos reniegan de tal condición. Sálvese quien pueda. Sólo queda remangarse, respirar hondo e intentar darle la vuelta a la tortilla, aunque sea a base de sopas de letras, juegos con números o recurriendo a un tablero de ajedrez. Una locura que se repite año tras año y con la que se evita que algunos jóvenes puedan terminar delinquiendo en las calles de nuestra ciudad. “Mejor recogidos con una maestra que en la calle, haciendo Dios sabe qué”, debe pensar el que legisla.

Estamos ante la punta del iceberg de un problema con raíces profundas, de índole cultural, social y política. No soy la más indicada para hacer un análisis de la situación ni para buscar responsables. Yo solo soy la que durante nueve meses tuvo que enfrentarse a una realidad inquietante: niños, casi adolescentes, abocados a un futuro incierto, a los que parece imposible convencer de que hay otro camino transitable, distinto al de la venta ambulante y el mercadeo de chatarra, que si estudian y se preparan pueden romper con el estereotipo social, con la etiqueta prejuiciosa que el sistema les encasqueta por defecto. Para ellos, todo eso es “apayarse”, o lo que es lo mismo, convertirse en payos al intentar imitar su estilo de vida, faltando por tanto a su condición gitana y defraudando a los de “su raza”.

Todos terminaron siendo especiales para mí, a pesar de que me llevaron al límite de mi paciencia muchas veces. Comprendí pronto que era casi más urgente abordar sus carencias afectivas y sociales que pretender ponerles al día en contenidos académicos. Al final, lo más constructivo para ellos y para el grupo fue trabajar a diario los aspectos relacionados con la convivencia, con los valores, con el respeto a uno mismo y al prójimo…


Alumnos del Grupo específico de Compensatoria, curso 2014-2015


Con Mihai no resultó difícil trabajar estas cuestiones porque era educado, incapaz de insultar ni incomodar a nadie. Cumplía, eso sí, con el perfil: chaval gitano de catorce años, con un nivel académico de 4º de Primaria y dificultades para el aprendizaje. El día que le puse un mapa del mundo delante descubrí que no sabía decir dónde estaba España o Rumanía; ignoraba dónde se encuentra Madrid o qué hay más allá de las tres manzanas que más frecuenta en su barrio. Un pobre niño perdido, que no sabe dónde está ni cuál es su origen ni su destino. Su existencia consiste en asumir su condición de pobre como algo irremediable, sin casa digna ni ducha donde lavarse, recogiendo ropa de los contenedores y probablemente coqueteando con los bajos fondos sociales, como vía engañosa de escape de una vida que no ha elegido y que se ve incapaz de cambiar. “Soy rumano, gitano, pobre. Me miran mal todos porque mi ropa está sucia y huele mal, por el color de mi piel, por ser extranjero, por mi acento, porque creen que voy a robarles… Y los propios compañeros gitanos también se burlan porque dicen que no soy tan gitano como ellos…”.

A este muchacho le habían robado la infancia, la inocencia, sumiéndole en el abismo de la miseria. Él ni lo cuestionaba, sólo andaba preocupado por un hermano mayor que, en el colmo del infortunio, terminó falleciendo víctima de un cáncer. Mi querido Mihai era quien lo acompañaba al médico y al hospital para recibir los tratamientos de quimioterapia, quien estuvo leyéndole la Biblia para reconfortarlo en sus últimos días de vida. No le importaba no tener qué comer; mucho menos le iba a importar una explicación sobre el origen del universo o el sistema solar. Es más, cuando intenté hablarle de que más allá del planeta Tierra hay otros tantos y que giran en torno al Sol, sólo conseguí que sintiese más inseguridad. El mundo le pareció todavía más hostil y se vio aún más perdido en él.

Este año, Mihai estudia en un ACE (Aula de Compensación Educativa) de Mecánica. Aprenderá lo básico del oficio y cumplirá con la permanencia obligatoria en el sistema educativo. Imagino que, en cuanto cumpla la edad, se deshará de las ataduras escolares; a partir de ese momento no habrá tutor ni trabajador social que vele por él. Correrá el riesgo de perderse en el amplio sentido, víctima de la exclusión social y de la mala suerte. Su sueño es poder trabajar como mecánico en el taller de su primo y ganarse la vida honradamente para poder ayudar a su madre y a sus hermanos, que son muchos y todavía son muy pequeños y quizá estén a tiempo de ser salvados. Creo que Mihai no perderá su mirada limpia, su tímida sonrisa de niño, su nobleza, aunque la pobreza continúe cebándose con su familia mientras muchos, lamentablemente demasiados, siguen mirando para otro lado.


Un abrazo para este niño, “carne de yugo”:

“ (…)
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

(…) 
¿Quién salvará a ese chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros”.


lunes, 18 de enero de 2016

"Dragă frate", querido hermano


Visito a Ángel cada día en el hospital. Desde hace unos meses sale y entra de allí con demasiada frecuencia. Sé que las cosas no van muy bien con lo suyo. Y lo sé porque siempre soy yo quien acompaño a mi madre a los médicos; ella no sabe español. Muchas veces dejo de ir al instituto para acompañarla al hospital, a pedir las medicinas o para ver a la asistenta social, la que tiene que conseguirnos ayudas. Así que mejor que nadie sé lo que le pasa a mi hermano mayor, un cáncer. Lo han operado ya, pero no parece que haya salido muy bien. Si no, no estaría ahora ingresado, con esa mala cara.

Ángel es cristiano y su novia, también. Ella llora siempre que va a verle. Me imagino que será de pena, de pensar que pueda morirse. No creo que a él le ayude mucho verla así, llorosa. Yo, cuando voy, es para animarle. Le cuento lo que hago en el taller de nuestro primo cuando no voy al instituto; le hablo de los chavales a los que he conocido en el barrio y de nuestros hermanos. Somos muchos, con él y conmigo sumamos diez. Ángel es el mayor; yo, el cuarto. Entre nosotros hay una relación especial. Nos llevamos siete años o así, pero nos une un lazo fuerte. Cuando aparezco por el hospital siempre me pide que le lea la Biblia y así lo hago, en rumano, y, menos mal, porque, si no, se me va a olvidar cómo se dicen las cosas en mi lengua. Sí, mis padres siguen hablándola, pero apenas  hablo con nadie, y menos todavía con ellos. La Biblia me ayuda a no olvidar el rumano, pero a nada más; no entiendo por qué Ángel  cree en Dios después de lo mal que se ha portado con nosotros y, sobre todo, con él, allí metido, con la cara pálida y con el miedo en el cuerpo con sus veintipocos años.

Soy el mayor de los que vivimos en el piso, así que me veo casi como un padre, sobre todo porque el mío, aunque dice que se va a la chatarra y a ganarse el pan, bebe mucho y no anda muy pendiente de nosotros y me da rabia, sobre todo por Eric, que está enfermo de los pulmones, y las dos pequeñas, que tienen tres años. Muchas veces mis hermanos no van al colegio y mira que viene la asistenta a regañar a mi madre, a decirle que los críos no pueden quedarse en casa, y menos solos, y que vamos a perder la ayuda de dinero que nos dan todos los meses, y que hay que ir a la escuela a aprender, para que todos tengamos un buen futuro.

Creo que a mi madre le preocupa el futuro; sé que no le gusta ver dónde vivimos. A veces me preguntan en el instituto si desayuno por las mañanas o si hay en mi casa de todo lo básico para comer. Yo hago como que soy de pocas palabras y muevo la cabeza para que parezca que digo que sí. Pero comer, comemos poco. Y se me nota, porque Miriam, la que se ocupa de los problemas de todos en mi instituto, siempre me dice que estoy demasiado delgado. Gracias a ella tengo el chándal para las clases de educación física; se lo dio para mí una amiga suya. También me ha dado sudaderas y pantalones. Ella sí sabe dónde vivo. No le gustó nada cuando le conté que estamos de ocupas en un piso pequeño, sin ducha, y sin sitio para lavar, por eso mi ropa va siempre más bien sucia y yo debo oler peor de lo que creo. Otra chica del ayuntamiento les contó a las profesoras de mi instituto que la casa está, además, sucia, que cogemos ropa de contenedores y que la nevera anda siempre vacía. Les preocupamos porque, como dicen, somos menores y no tenemos culpa de la mala suerte de mis padres. Ellos se vinieron hace unos años de Rumanía. Allí era todo peor y eso que aquí ya es malo. Prefieren buscar chatarra y estar amontonados todos en una habitación antes que volver a la miseria de mi país. Pero, claro, bien, lo que se dice bien, no estamos. Mi madre tiene miedo de que en ese ir y venir de la gente del ayuntamiento, al final, nos terminen separando de ella. Entonces, cada vez que tenemos que ir a hacer papeles y a que nos `pregunten, se le tuerce el gesto, más aún. El día que vino a mi instituto a firmar el papel para que yo pudiera estar en un grupo de apoyo especial, con una profe especial, iba ya poniéndose en lo peor. Creía que le iban a seguir preguntando sobre nuestra vida, nuestra casa y la comida de la nevera. Nadie se creyó que aquella señora de aspecto pueblerino, con arrugas en la frente y la sonrisa queriendo ser de falso oro pudiera ser mi madre, porque parecía más bien mi abuela. Y no es mayor, o por lo menos es igual de mayor que las otras mujeres que parecen que tienen su edad y que trabajan allí en el colegio, cuarenta o así, o algunos más, pero no muchos más.

Menos mal que ese día también venía Isabel, una buena mujer del barrio. Ella tiene una asociación de vecinos que ayuda a los que más lo necesitan. Y a nosotros no es que nos ayude, es que es como la mano derecha o como el corazón. Si nos faltase… Yo no sé. Está hablando con mucha gente del ayuntamiento para conseguirnos una casa de alquiler barato; lleva a Ángel a los médicos; ha recogido en su propia casa a mi hermano Eric, que tan malos catarros pasa por su enfermedad porque nosotros no tenemos calefacción. Y por mí también mira, claro. “Ay, Mihai, ¡qué bueno eres, pero tienes que pensar más en ti y en tu futuro! ¡Que no me vuelvan a llamar diciéndome que faltas o que te escapas en el recreo!”. Siento mucha vergüenza cuando Isabel me dice todo eso. Yo no quiero enfadarla; es que a mí lo de los libros no me va. Además, no entiendo nada de lo que ponen.

Pero, qué le iba a hacer, no podía defraudarla, y por eso empecé el curso otra vez.  De nuevo en el grupo ese de compensatoria, el del apoyo con la profesora. El año pasado era profesor. A mí no me disgustó; algo aprendí. Los demás la tenían tomada con el pobre hombre. Pero ahora tocaba una mujer, la “paya de la profe” que dicen los otros. Somos once y nunca estamos todos. Creo que todos somos gitanos; ellos españoles, yo, gitano rumano. De mí se burlan, ¿no que dicen que yo no soy gitano? ¡Sabrán mucho los desgraciados!  Se meten con mi pelo y mi coleta, con mi ropa y mi acento. Algún rato hay que me tratan como de los suyos, cuando a escondidas echamos un cigarro, o si nos vemos en la calle y queremos prepararla.

La profesora no tenía muy buena cara el primer día que vino a nuestra clase; estábamos en un taller, al lado de donde estudian los mayores que hacen cosas de cables y coches. Lejos de los demás, de los de nuestra edad. Y ojo con salir de allí sin permiso o andar por los pasillos. Ella sonrió como de mentira; yo creo que ni se imaginaba dónde se metía. Luego nos enteramos que era la primera vez que trabajaba de apoyo, explicando de todo, o de nada… La clase era grande, fría, nosotros, pocos y ella, con cara de “dónde estoy”. Pasábamos hasta cuatro horas al día con ella. Quería empezar todas las mañanas con lo mismo, leer, escribir, las cuentas.  Yo, en mi mundo y los demás, con la gorra enroscada a la cabeza y tumbados sobre la mesa. No tenía que ser fácil estar en el lado de la profe. Cuando pasaron unos meses y vimos que no era tan mala como creíamos, igual había alguna mañana que conseguía que trabajásemos con fichas. Siempre nos preguntaba cuánto habíamos dormido y si habíamos desayunado. Todos rebufaban de rabia con sus preguntas, aunque, poco a poco, fueron tranquilizándose. Hasta íbamos a la biblioteca y veíamos películas o hacíamos multiplicaciones con el ordenador.

A mí no me importaba hacer cosas en clase. Me gustaba leer y escribir, pero me costaba mucho. A la profe le sorprendió saber que yo hubiese aprendido solo, sin ayuda, a leer y a escribir en rumano. “Debes tener facilidad para las cosas de lengua”, decía siempre, y también “es que el español y el rumano se parecen”. Intentaba llevar mis cuadernos siempre en la mochila. Muy ordenados al final no iban porque yo siempre falto mucho a clase y porque la mayoría de los días, la pobre paya no conseguía de nosotros nada, más que jugásemos al ahorcado o que echásemos una partida al ajedrez. “Menos es nada”, se consolaba ella.

Sé que me miraba con cariño. Debía darle pena o algo así. Siempre me preguntaba por mi hermano Ángel y por mi desayuno. Del cáncer no le decía nada; sobre lo que en realidad no había comido, mentía. No creo que se quedara convencida, pero ella sonreía y a mí eso me gustaba.

Después de muchos meses, ya en primavera, en el instituto se enteraron por Isabel de que Ángel había empeorado. Mi profesora, sin querer que ninguno de los otros de la clase se enterase, me preguntaba en el pasillo cómo iba todo. Le conté que estaba mal, que yo iba todos los días a verle y a leerle la Biblia, para entretenerle y calmarle, incluso por las mañanas, aunque tuviera que dejar de ir al instituto. No me pareció que le enfadaran mis faltas. Entendió que era más importante que yo estuviera al lado de mi hermano, que en realidad era como si fuese mi padre. El día que más me sorprendió fue cuando apareció con una crucecita que decía que le habían dado a su hijo en la iglesia, en sus clases sobre Jesús. Me pidió que me la quedara y que se la llevara a Ángel, para que le sirviera de consuelo, él que era tan creyente, en esos momentos de soledad en el hospital en los que tanto miedo debía tener. Guardé la cruz con su cuerda negra en mi abrigo. Le di las gracias. Esa misma tarde iba a verle. Le leería lo que él quisiera y le regalaría “algo de Dios”.

Casi no me dio tiempo a quitarme el abrigo al pasar la puerta. Dos enfermeras iban de acá para allá,  tocando sus tubos y con el móvil llamando al médico, claro. Mi madre estaba allí, cosa rara, porque ella siempre estaba en casa con los pequeños. Pero ese día, menos mal. No pasó más de media hora. Es que ni pude verlo con los ojos abiertos. En la mañana sí había estado consciente, pero a la hora de comer dicen que se durmió, pero de verdad, para siempre. Grité; di puñetazos a su colchón, me clavé mis propias uñas en los muslos para dejar salir la rabia. Mi casi padre de veintipocos me había dejado solo…

Estuvimos casi dos meses en Rumanía. Mis padres quisieron llevarse el cuerpo muerto de Ángel para enterrarlo con los nuestros. Fuimos mis hermanos y yo. La novia bastante tuvo con encontrarse al que iba a ser su marido sobre aquella cama, rígido y pálido. ¡Cómo lloraba! Todos lo hacíamos. Bueno, yo solo por dentro. Fue extraño viajar acompañando a un hermano a su funeral. Mi madre, que hasta entonces me parecía muy despreocupada, terminó de rompérsele la poca juventud que le quedaba. Al regreso, mi padre se perdió del todo, entre el alcohol y la oscuridad de la noche.


Ya creían que no iba a volver al instituto. Isabel se encargó de llevarme casi de la mano, a recuperar el tiempo perdido. Querían que aguantase como fuera el curso para que al año que viene pudiera hacer algo de mecánico y así poder irme, con los papeles en regla, con mi primo, al taller del barrio. Mi profesora me dio un abrazo de los fuertes, que me pareció de verdad, de corazón. “Bienvenido, Mihai. ¿Qué quieres que leamos hoy?”. “Profe, lo que tú digas, pero del Quijote ése, no, por favor. Aquí tienes, que no se me olvide darte la cruz, para que se la devuelvas a tu hijo. Gracias. No pude llegar a regalársela. Algún día le veré de nuevo, no sé dónde, pero nos daremos un gran abrazo de hermanos". Y ella dijo “Amén. Así sea, Mihai”.

Ésta es la cruz que Mihai llevó a su hermano 


En memoria de Ángel: "Dommul este Pästorul meu: nu voi duce lipsa de nimic" (Salmo 23:1, en rumano. Su traducción es: "Dios es mi pastor, nada me falta").

jueves, 14 de enero de 2016

Llanto de arena y sal



Dibujo de María Santamarina González, 2º de ESO: "Representa el amor de todas las madres hacia sus hijos".
Se va acercando el final de un año que nos deja cifras desoladoras. Según informan las Naciones Unidas, hasta el mes de octubre de 2016 han muerto o desaparecido en el Mediterráneo al menos 3.800 personas; de media se traduciría en unas 12 al día.

Huyen de la guerra, del hambre y de la miseria. Se lanzan con los ojos cerrados a un peligroso periplo que, tras cruzar en muchos casos medio continente africano, les termina dejando en manos de unos desalmados que trafican con sus vidas.

"Seguid las luces, que allí está Europa; allí os recogerán". Y, así, montados doscientos donde sólo caben ochenta, amontonados (adultos jóvenes, pero también mujeres, embarazadas o con niños pequeños), se adentran de noche al encuentro con la muerte. El que dirige el rumbo hacia la luz no sabe que, en el horizonte, no hay más que unas plataformas petrolíferas que distan aún mucho de las costas europeas. Tampoco sospecha que, antes incluso de alcanzar esas luces, el motor del "dingui" dará de mano, porque sólo le pusieron combustible para poder recorrer la quinta parte del trayecto. Y ninguno de los doscientos soñadores imagina que ni Europa es un paraíso ni sus gobiernos abren fronteras al que arriba a sus playas. Para aquellos que los equipos de rescate devuelven a tierra, el destino les reserva aún mucho sufrimiento y precariedad.

Como la educación en valores es un tema transversal en las aulas y resulta necesario acercar otras realidades a los alumnos para combatir la indiferencia y alimentar la empatía hacia el desfavorecido, he compartido estos días el texto "Llanto de arena y sal". A través de esta historia he tenido ocasión de explicarles un drama actual (dos mil personas han perecido en la última semana) que pone en entredicho la protección de los Derechos Humanos por parte de los gobiernos democráticos.

En la segunda parte de la actividad han sido los alumnos los que han redactado sus propios relatos o artículos, demostrando una sensibilidad admirable en niños de su edad. Varias alumnas han preferido plasmar sus emociones a través del dibujo y la acuarela. Muchos ya conocéis este texto, publicado a principios de este año, pero os invito a que volváis a él, sobre todo para ver los nuevos trabajos de estas alumnas. A mí me han encantado. ¿Qué opináis vosotros?

Ana Martín Blas, 2° ESO.


LLANTO DE ARENA Y SAL

"...Vida mía, ¿por qué cierras los ojos? ¿Duermes…? Debes estar agotado del viaje. Déjame que te limpie la carita de arena y sal. Te cantaré como a ti te gusta, suavecito, esa nana que me enseñó a mí mi abuela y a ella, su madre. Tienes las manitas heladas; las yemas de tus dedos están demasiado arrugadas. No me asustes; esa piel morena tuya se me antoja ahora azul, casi violeta, como ese mar furioso que ahí recela.

 ¿Por qué nos fuimos, dices? Yo fui de raza soñadora, ¿sabes? Crecí descalza, bruñida al sol, con los huesos pegados al alma y a la piel de tanta escasez, escasez de agua, escasez de grano, escasez de carne para alimentar nuestra negra estirpe. El cuerpo enjuto, pero siempre colmada de los espíritus de mi tribu, del fuego, de la tierra seca, del cielo limpio de nubes y de lluvia. Si uno siente el calor de los suyos, la música y la danza rituales, no importa el hambre, no importa el calor asfixiante o el frío de la choza.

Tienes el pelo pegajoso, pobrecito mío, tantos días sin apenas comer ni beber. ¡Qué endemoniada leche iba a salirme para saciar tu sed! ¿Sientes calor? Esta arena arde; mi pañuelo te protegerá del sol. Tranquilo, vendrán.

Fui feliz hasta que la muerte se llevó al más pequeño de mi casa. Vi a mi madre llorar desgarrada, culparse de todo, de su miseria, de su tragedia. Y me dije, “no, a mí no; a los hijos que la vida me dé no les pasará”. Me contaron que al otro lado del desierto, cruzando el mar, otra tierra brindaba prosperidad, agasajaba al que llegaba con una casa, un plato caliente, un pupitre para los hijos, vendas para las heridas del presente, medicinas para no morir ni de hambre ni de pena.

Vendiendo mis piezas de barro, pintadas con los rojos de mi tierra, en el mercado de aquella aldea, fui sumando monedas. Decían que el viaje sería largo y costoso. Mis hermanas quisieron convencerme de que no me marchase. Ya era tarde. Mi bebé estaba ya de camino; aquel hombre con el que me obligaron a ser mujer no podía esperar… ¡Así se lo lleve la furia del mal a “la cueva de los muertos”!

Dibujo de Julia Hernández, 2º de ESO. Representa la llegada a las costas, después del largo viaje y el sufrimiento, donde espera un futuro mejor para su hijo.

 
No me queda tiempo. En este hato improvisado llevo todo lo que tengo en el mundo y aquí,  en mi vientre, lo que la diosa madre va a regalarme. Ha llegado el momento de comprar con mi latón un asiento en esa barca. No me gusta la cara de ese individuo que vende sueños de ultramar; tiene ya los bolsillos llenos, pero creo que su corazón debe andar vacío y su carne, sin alma.

Había pasado más tiempo del que creía. Meses, estoy segura. Cruzando el desierto sentí tu llamada desde dentro. Venías. Estabas a las puertas del mundo. No me daría tiempo a llegar hasta el mar. Ni sé cómo te alumbré; ni entiendo cómo no me quedé por el camino, anegada en sangre y mugre. “No falta mucho”, prometían; así que te até contra mi pecho con el mismo pañuelo que ahora te arrulla. Los pies magullados. Mi recién carne parida, sollozando y tiritando. Nada podía pararme. Yo quiero zapatos para este hijo. Pan y carne en mi mesa. Un lecho caliente donde abrazar a la única persona que me queda y donde descansar los huesos que ya apenas caminan, se arrastran tras la luz de la esperanza.

Me dolía el estómago; sentía el fuego en mi cabeza. Hacía días que sobrevivíamos con pan seco y agua turbia, pero de mis pechos algo mágico debía brotar, pues tú respirabas y seguías nuestro paso acurrucado a mí. Camina. No pares. Ya llegas. Oigo la furia azul romperse en esta orilla. Hay que llegar al otro lado. Allí está nuestro nuevo hogar.
Acuarela de Lara García, 2º A: "He querido plasmar la visión desde la balsa; si se dirigían a la luz llegarían a Europa. En realidad, sólo eran las luces de las plataformas petrolíferas".

¿Puedes oírme, pequeño mío? Este sol calienta, pero me pareces frío. ¿No hay nadie? ¿Dónde estáis? Mira, flota allí lo que queda del sueño. ¿Quién podrá vivir para contarlo? No me culpes, hijo. Sólo quise regalarte vida, vida con futuro, presente sin hambre, una ventana con vistas a la felicidad. Me desempolvé la aridez de mi pasado, aun sabiendo que en él se quedaba mi propia sangre, mi pura y ancestral ascendencia africana. Sé que el camino te ha parecido interminable; y nos hemos llevado el azote del salitre. No has tenido aún una cuna donde yo pudiera mecerte y cantarte. Abre los ojos, por favor. Me duele tu silencio y tu gesto inerte. Se me encoge el pecho de pensar que puedo en esta otra orilla perderte. Enjugo mis propias lágrimas sobre la piel de tu cara, con este jirón de blusa y de aliento. Sonríe, que hemos llegado. Mira dónde está tu casa…”.

Por Alberto Fernández Flores, 2° ESO



Acuarela realizada por Itziar Gullón, alumna de 3º de ESO