lunes, 11 de enero de 2016

ELA, la ladrona de sueños

Vistas de La Paz, desde El Alto (Bolivia)

Anoche soñé que mis piernas salían corriendo despavoridas de esta cárcel. La brisa me iba envolviendo conforme avanzaba en mi carrera a ninguna parte. Miré al frente y me pareció ver que las hojas caducas sobre el empedrado camino me iban indicando, con el crujir de mis pasos sobre ellas, la dirección, el destino.

Ya casi se me olvidó cuándo y cómo fue. Yo era entonces médico cooperante en La Paz, Bolivia. Junto a aquellos colegas de la ONG hice lo que mejor sabía hacer, curar heridas, atender a aquellos niños desangelados y olvidados, dar medicinas a sus cuerpos y calmar las penas de sus almas.

No sé si podía llamarse felicidad a aquello. Para mí era la primera experiencia en tierra extraña. Desde luego, no fue fácil aprender a vivir en El Alto de La Paz, a 4.000 metros de altitud. Sumado a las extremas temperaturas de su clima de montaña y a la pobreza que asfixiaba la zona en que vivía, cualquier vivencia anterior parecería ridícula. Pero aquel lugar, en principio inhóspito, terminó por atraparme; a lo mejor fue la satisfacción por el trabajo bien hecho o bien la calidez de la gente, el saberse desposeído de casi todo lo material, pero próximo al dolor del otro.

Los vendajes se me cayeron de las manos una soporífera tarde de mayo. Sentí que la extrañeza se me dibujó en el rostro. Como cada día, ponía en orden todo el material que necesitaría en el puesto ambulatorio. Jeringuillas, pinzas, vendajes, suero y apósitos decoraban mi mostrador. No sabía cuándo necesitaría de una de las vacunas que había en la nevera o cuándo tendría que escayolar a alguno de los traviesos que jugaban entre la mugre de la colonia. Al ver que el rollo de venda se deslizó entre mis dedos, comprendí que quizá había llegado el momento de descansar más, de pasar más horas en la cama, dejando reposar los huesos y los pensamientos. El cansancio no es buen aliado para un médico. Todo el mundo allí confiaba en mí; incluso había quienes me veían como un chamán que debía protegerles de la muerte.

No sentí que debiera aún alarmarme. Cerré las contraventanas y me preparé para marcharme con la repetida satisfacción del trabajo bien hecho. Al intentar cerrar la puerta del barracón, no atiné a meter la llave en la cerradura. Después de varios intentos lo conseguí, pero la muñeca derecha fue incapaz de hacer el doble giro. Me paré unos segundos, de pie delante de mi coche; respiré hondo, y me monté en él con decisión, como si nada hubiese ocurrido frente a aquella cerradura del demonio.

La inquietud me persiguió desde aquel día. Era médico y ciertas señales no podían pasarme inadvertidas. No quise alimentar la imaginación, pero en seguida, a las pocas semanas, me di cuenta de que me empezaba a costar caminar con normalidad. No hizo falta que nadie me dijera nada. En unos meses, el debilitamiento del cuerpo era más que evidente; demacrado y con bastantes kilos de menos, el pánico se apoderaba de mí cada vez que sentía un calambre en las piernas o notaba que se me adormecían las manos. No debía esperar ni un día más. Fui a ver a uno de mis compañeros de la ONG, que también trabajaba en el Hospital de La Paz.

El doctor Gálvez se empleó a fondo con todo tipo de pruebas neurológicas y de análisis. La primera resonancia magnética no arrojó unos resultados que digamos muy halagüeños. Efectivamente, todo parecía indicar que el deterioro era galopante y conducía a un abismo de profundidad desconocida. En el hospital concluyeron que, a falta de una segunda opinión, se podía hacer un diagnóstico casi certero: padecía una enfermedad llamada Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), que en mi caso parecía de origen azaroso ya que no había ningún antecedente familiar. Con sólo escuchar el juicio clínico, se me tornó vidriosa la mirada y el abatimiento arrasó mi, hasta entonces, optimista sonrisa.

Los médicos no podían aventurar cuál sería la progresión ni cuánto tiempo tardaría la musculatura de mi cuerpo en despedirse para siempre del movimiento. Podían ser meses o años. Tampoco supieron hablarme ni de las causas ni de la existencia de ningún tratamiento contra aquella lenta muerte programada.

Al salir de allí, anduve durante más de una hora. Sentí que el gélido aliento de la Muerte se había clavado en mi nuca y no tenía intención de darme esquinazo, como yo habría querido dárselo a ella. Tras de mí caminaría desde el terrible momento en que una venda se escabulló de entre las manos hasta que la parálisis total del cuerpo terminara arrastrándome al definitivo precipicio.

Una vez que mis facultades físicas estuvieron tan mermadas que resultaba imposible seguir ejerciendo la profesión, no había razón para permanecer en Bolivia y comprendí, sin mayor discusión, que había llegado la hora de volver al punto de partida. Mis hijos eran aún pequeños o, al menos, lo suficientemente pequeños para vivir un cambio tan radical con cierta naturalidad. Los niños saben adaptarse a casi cualquier situación nueva: a vivir en otra ciudad, a hacer nuevos amigos, a ir a otra escuela. Pero nunca podrán adaptarse a tener que ver sufrir a un padre. La enfermedad y la muerte nunca están entre los invitados a la mente de un niño.

Lo único que sabíamos sobre aquel mal era que existían otras muchas enfermedades parecidas que afectan a las células nerviosas. La esclerosis lateral amiotrófica deriva en una silenciosa y progresiva atrofia muscular, que, al menos, deja intactas las facultades intelectuales y sensoriales. Desconocíamos cuánto tiempo nos quedaba; mi mujer creyó que lo mejor era tomar ventaja a la enfermedad y procurarme un entorno lo más sosegado posible. En lo más profundo de mi entraña hubiera preferido que la esclerosis, en aquel devastador ataque, acabara, además de con mi cuerpo, con mi razón. Creedme si os digo que convertirme en espectador consciente de mi propia desintegración es el peor final, incluso para cualquier tragedia.

¿Qué me trajo a estas orillas sin mar ni escapatoria y por qué tendré que contemplar, con desolación e ira, mi irremediable naufragio? No hubo Dios que contestara ni calmara el grito ahogado de quien pide cuentas al cielo.

Me llevé de El Alto el nudo en la garganta; no desaparecería ya, nunca. De ella pronto dejó de poder salir el más mínimo atisbo de palabra. No pude articular en versión sonora mi pensamiento. Aprendí a vivir con el silencio, con la impotencia de que mis dos hijos tuvieran que verme hecho casi un vegetal, con los ojos perdidos en la nada. Yo, que tendría que enseñarles a caminar con valentía y determinación por este mundo, me había convertido en un inválido, de piernas muertas y sin camino que andar.

Sea otoño o primavera, siempre que la lluvia o el frío nos lo permiten, salimos a dar ese paseo mañanero. Ella empuja con bastante esfuerzo la silla de ruedas, peleando con los adoquines y las interminables cuestas del pueblo.

Como minúsculos granos de arena, nos deslizamos en esta espiral inexorable. El tiempo nos absorbe a todos, sin excepción. Igual que las aguas del río que el poeta vio avanzar hacia el mar… La vida antes, en El Alto, parecía que sólo era cuestión de seguir navegando por muy turbulentas que fueran las aguas; se trataba de pelear cada día contra la miseria y el hambre de aquellas gentes, de levantarse con ganas de entregarse hasta el final; de curar las heridas de sus cuerpos y de sus mentes. Yo creía que aquello justificaba mi existencia, que era un argumento más que perfecto para la historia que me había tocado en suerte. Pero hay historias que ya conocen su final desde la primera de las líneas del relato. El mío sería el colmo de lo fatal.

Sentado espero su llegada. A veces, en el horizonte se me antoja que no es la muerte, sino otra figura la que viene a buscarme. Presa de mis propias alucinaciones, me parece que soy yo mismo quien camino hacia mi propio encuentro, con paso firme y enérgico, con ganas de preguntar al señor postrado en esa silla de ruedas qué le traerá el porvenir que ahora a mí ya se me ha consumido.

Yo, el de ahora, ya he dejado de caminar; ya veo cuál es el final. No deseo saber nada más de lo que me resta por descifrar. Intuyo y fantaseo con el desenlace, en silencio, para que ella no adivine mi tristeza ni mi sensación de fracaso y acabamiento. Elisa clava sus meditabundos ojos en el horizonte madrileño, que tan nítidamente se ve en días claros desde el Jardín de los frailes. Allí termina siempre nuestro paseo diario y hasta allí, quizá, llegue la muerte a buscarnos.

Vistas desde el Jardín de los frailes. San Lorenzo de El Escorial.

1 comentario: