domingo, 28 de febrero de 2016

Gracias y buenas noches, lectores y vecinos


No deja de sorprenderme el poder de las redes sociales, la magia de Internet, que consigue en tiempo real una caja de resonancia perfecta, a través de la cual un pensamiento en forma de palabra escrita puede llegar al más insospechado lugar del mundo, de esta aldea global. Casi siento al lector de Brasil como mi vecino del tercero o el panadero de mi calle. Tengo vecinos por tres continentes y eso me hace sentir pequeña, pequeñísima. 

Así que no queda más que dar las gracias a mis vecinos, digo lectores, que anónimamente visitan el blog y reavivan mis ganas de seguir contando este cuento de nunca acabar.

Buenas noches a todos.

PD. Os animo a que me escribáis y compartáis conmigo vuestras impresiones y\o críticas. Bienvenidas serán en emiliar10b@gmail.com

sábado, 27 de febrero de 2016

"Yo a eso no juego". Educación emocional contra el acoso escolar


Campaña contra el acoso escolar de "Save the children"

Sus nombres resuenan en la conciencia colectiva, Miriam, David, Juan, Alim, Saúl, Alicia... Nombres de niños que sufren en silencio la violencia y el acoso, en forma de insulto, empujón o al sentirse ninguneados por su agresor, que comúnmente es otro niño o niña que empuña, como si fuera un arma blanca, la batuta, porque el cruel plan de ataque suele involucrar a otros muchachos, que terminan participando como títeres a veces o impasibles espectadores, como cómplices silenciosos del acoso y derribo del más débil.

Sólo cuando se llega a un fatal desenlace trascienden sus historias en los medios de comunicación y los padres, los profesores y los propios niños, tomamos conciencia del alcance y la gravedad del problema. En mi trabajo diario en las aulas asisto a escenas que en principio no parece que deban interpretarse como alarmantes; los niños pasan mucho tiempo juntos, los conflictos surgen como consecuencia de la convivencia y hay veces en que saltan al escenario los "profe, fulanito me ha empujado" o "menganito me ha insultado". Cualquier profesor intentará mediar para convencerles de que las diferencias no pueden resolverse a través del enfrentamiento, pero ¿en qué momento debemos ponernos en alerta? ¿Cuándo podemos saber que estamos ante un caso de acoso? ¿Por qué hay niños que muestran comportamientos tan agresivos y desmedidos, tanta falta de empatía?

Sabemos que los niños llegan al mundo como un libro en blanco que debe ser llenado de experiencias, de contenido. Si en sus páginas terminamos encontrando "renglones torcidos", pudiera ser porque la raíz de su historia vital no ha sido convenientemente alimentada, nutrida, alentada... Los niños son reflejo de sus adultos y también espejo de la sociedad en la que les ha tocado vivir. Mirando las hojas de estos libros, de estos árboles (cualquiera de las dos metáforas, la del libro o la del árbol, resulta gráfica y elocuente), podremos ver si estamos ante un "niño verde, de aspecto saludable, de trazo equilibrado y óptimo desarrollo". Mirándoles a los ojos, escuchando cómo y de qué hablan, comprobando si sonríen y si el dibujo en sus labios transmite alegría, se puede, la mayoría de las veces, detectar cualquier anomalía.

La infancia es una etapa fundamental del desarrollo humano, de construcción del yo; el niño aún no debe haberse "contaminado" del prejuicio de los adultos; debería estar centrado en aprender, en jugar, en relacionarse con el mundo y con los otros. Y en esa interacción con el entorno no deberían verse en él conductas nocivas, estilos de comunicación agresivos, porque éstos no creo que sean connaturales al niño; son comportamientos aprendidos del exterior o desarrollados como mecanismo de defensa ante determinados individuos o situaciones hostiles.

Detrás de estos niños que "rompen la pauta" de una sana conducta, detrás del perfil del acosador, pero también detrás del acosado, hay casi siempre un problema de educación emocional. Así lo creo yo, como madre y como docente, y así lo sostiene también "Save the children" en su último informe sobre el acoso escolar o "bullying" (https://www.savethechildren.es/publicaciones/yo-eso-no-juego-bullying-y-ciberbullying-en-la-infancia).

Tanto los padres como los profesores, como responsables de la educación del niño, de su desarrollo físico, mental, académico y social, deben ser conscientes del impacto que sobre los hijos y alumnos pueden tener sus estilos pedagógicos. Es preciso educar desde la cuna en el afecto, pues con él se estará alimentando al niño con agradables sensaciones que contribuirán a la imagen que vaya construyendo de sí mismo. El afecto no está reñido con la educación en normas o límites; no se trata de dulcificar y malcriar, sino de acompañar la educación de imágenes positivas, porque son éstas las que construyen la autoestima del niño, las que consiguen que crezca con seguridad en lo que es y en sus cualidades y posibilidades, tomando conciencia también de sus limitaciones. Esa percepción positiva de uno mismo favorece que la relación con los otros sea fluida, tanto para conectar con quienes identificamos como afines y que vienen a enriquecernos, como para saber a quién queremos sacar de nuestro camino porque viene a violentarnos. "Sé quién soy, sé lo que quiero. No voy a dejar que me hagas daño". La asertividad es un arma de protección emocional y es fruto de una adecuada autoestima; además contribuye al desarrollo de las habilidades sociales, porque proporciona seguridad en uno mismo y transmite un mensaje positivo y firme a los demás. Autoestima y asertividad nos permiten identificar situaciones e individuos nocivos y conectar en positivo con el mundo. "Yo a eso no juego", reza el lema de "Save the children". Y, lógicamente, también se consigue el control de impulsos y la agresividad, que son los motores del acoso escolar.

La autoestima nos da las coordenadas de lo que somos y del lugar que ocupamos; si ésta es buena, si está bien construida, nos sentiremos fuertes ante los embistes de la vida, en una situación de conflicto, y sabremos actuar ante un ataque, buscando ayuda si es preciso. En los centros escolares encontramos a muchos niños con baja autoestima, vulnerables,  que se convierten en blanco fácil; tan sensibles y desprotegidos que sufren el riesgo de convertirse en acosados si terminan siendo arrinconados por el miedo, o bien de sufrir una transformación antinatural que les convierte en acosadores. Porque muchos de los niños acosadores han sido primero víctimas; las carencias afectivas y las circunstancias familiares desfavorables se convierten en el caldo de cultivo perfecto para el desarrollo de una pobre imagen de sí mismo, de inseguridades, o de sentimientos de culpa, que pueden transformarse en odio hacia ellos mismos o hacia los demás. En los ojos del acosador se puede ver también el reflejo de la víctima que primero fue. Y busca a su alrededor, con comportamientos propios de un depredador, presas fáciles contra las que cargar su ira, su odio, en forma de palabra, de cruel silencio, ridiculizando al que percibe como más débil, creyendo que en su flaqueza puede construir él su fuerza. El agresor levanta su autoestima hundiendo raíces corrompidas; su éxito no nace del interior, de los logros de "su yo", sino que surge de vampirizar el ánimo de su víctima y de revestir la hazaña ante los ojos de los demás con el disfraz del falso líder.

He conocido recientemente el caso de un adolescente que reconoce que antes de ser acosador fue un niño acosado, del que se burlaban en el patio por ser distinto, por tener distinta nacionalidad e idioma. Su educación afectiva era ya endeble, pues sufría las consecuencias de una familia desestructurada, de un padre violento que arreciaba física y verbalmente contra él, aún siendo un niño. Cansado de las burlas en la escuela, íntimamente ofendido, no se dejó acorralar durante mucho tiempo. Agarró el arma que le resultaba más familiar, la de la palabra, el gesto y el comportamiento hostiles, buscó dos cómplices, que también están siendo acosados por razones de raza y de cultura, y emprendió su plan de acoso . Ha sido su manera de rebelarse contra lo que le borró la sonrisa en la infancia. Ahora que bordea la adolescencia y empieza a madurar y a tener pensamiento propio, se da cuenta de que no quiere seguir siendo así, porque está viendo que él no nació siendo un niño malo, que las circunstancias le hicieron así. Hay en él cualidades positivas que andan enterradas porque creo que nadie supo en su momento sacarlas al aire, hacerlas brillar, para hacer creer a este chaval que era una persona querida, valiosa, y que debía dar al mundo eso mismo, amor.

No hay que olvidar que, de la mano de un correcto desarrollo emocional, suele venir la empatía, la capacidad de ponerse en la piel del otro, de comprender las emociones ajenas, y que derivará en comportamientos solidarios y conciliadores. Este chaval del que os hablo está empezando a sentir eso por los compañeros a los que, hasta hace poco, miraba por encima del hombro, de los que se burlaba socarronamente. En una carta reciente escribía: "Yo que he sido acosador y acosado os recomiendo que no resolváis vuestras cosas con golpes e insultos. Hay que ponerse siempre al otro lado".

Parece claro, por todo lo expuesto, que debemos educar sobre la base de cualidades positivas, porque esto redundará en un saludable desarrollo individual del niño y una correcta interacción con el grupo, lo que además tendrá una óptima repercusión social. A los niños hay que quererles alimentándoles, procurándoles abrigo y formación escolar, pero también a través del abrazo, de la sonrisa, del "creo en ti, porque vales mucho", " ese comportamiento de hoy no es adecuado", "te quiero como eres", "cuántas cosas buenas tienes para ofrecer"... En  definitiva, un lenguaje afectivo, positivo, forjará corazones seguros, fuertes y valientes, para domesticar los propios impulsos negativos (que todos tenemos), para dar respuesta a quienes vienen a intentar doblegarnos, o para buscar sin miedo la ayuda necesaria. Si educamos niños emocionalmente sanos, dejaremos pronto de hablar de niños acosados y de niños acosadores. Se convertirán en adultos de comportamiento impecable y el mundo, quizá, se convierta en un lugar mejor.



viernes, 12 de febrero de 2016

El reto de Amaya




Amaya Gil Sampere

El despertador de Susana suena pronto, a las 7 de la mañana. Procura levantarse sigilosamente para no despertar a los niños y poder tener un poco de tiempo a solas, para desayunar, preparar la ropa y el almuerzo de todos y conversar en silencio consigo misma. “Venga, Su, tú puedes con todo. Va a ser un gran lunes. Ya sabes, el camino no ha venido alfombrado de algodón. Hay días difíciles, sorteados de obstáculos. Uno cree que no va a poder, que va a perder las ganas de seguir luchando, pero no te dejes arrastrar por la deriva, que Jose y tú sois grandes, extraordinarios padres y personas. No hay vida sin lucha y ésta es la vuestra. Vuestro reto es el reto de Amaya”.

Esta nena es muy dormilona. Dan las 7,45 y su madre aún no ha conseguido que se levante. Menos mal que Izan y Sara ya están en marcha. Jose se hará cargo de ellos, mientras Susana asea a Amaya, la viste y le da el desayuno, sin olvidar la medicación para controlar sus crisis. A las 8,30 pasa el autobús que la llevará al cole, así que no pueden perder tiempo, porque hasta la parada se van casi diez minutos de reloj. En el centro recibirá terapias específicas que luego se complementarán con otras extras que sus padres le procuran en casa. Trabajo constante para Amaya y para su familia; todo esfuerzo es poco para conseguir que ella mejore. Hay tardes más relajadas en las que el juego se convierte en la actividad más terapéutica y también la más entretenida: puzles, juguetes, pelota y la posibilidad de explorar espacios cuando Susana la deja en el suelo para que libremente decida adónde ir, si a la cocina, a averiguar qué hay de cena, o a trastear con sus hermanos. La recompensa del final de la jornada le encanta: un buen baño calentito, jugar con el agua, pijama puesto y a la cama a descansar. Sin olvidar su medicación, claro.

“El síndrome fue para nosotros una palabra muy difícil de digerir. Se nos vino el mundo encima”. El síndrome de Wolf-Hirschhorn  se considera una enfermedad rara; consiste en una delección del brazo corto del cromosoma4, que se traduce en primera instancia en un retraso del crecimiento y psicomotor y lleva asociadas otras manifestaciones clínicas, como las convulsiones. No hace falta abundar en la descripción técnica del síndrome porque Susana le planta cara con entereza y determinación: “A día de hoy, nosotros no tenemos en cuenta el síndrome, ¡no! Amaya y su lucha son las que importan. Esa palabra rara no nos sirve para nada. Cuando tenemos un hijo damos por hecho que va a tener todo perfecto, que va a andar, a oír… No te das cuenta de que hay cosas que pueden no salir bien, hasta que pasa…”. Lo que en otras casas sucede según los planes pediátricos normales, en casa de los Gil Sampere lleva su propio curso: cada etapa de la evolución de Amaya se trabaja en equipo y se festeja en familia, como sucedió el día en que “la princesa”, ya con el añito cumplido, consiguió mantenerse sentada. Hasta los 2 tuvo que alimentarse sólo a base de biberón, porque rechazaba la cuchara. Ahora, con casi 6 años, está empezando a tolerar la comida sólida.

Con Amaya se dio la vuelta la vida, se invirtió el orden de prioridades; las motivaciones dieron un giro: “Se valora todo más: una sonrisa, una mirada, unos brazos que te buscan para que la cojas; ver que cuando te acercas con los zapatos levanta el piececito para que se los pongas… Y hay otras cosas que angustian y te encogen el pecho, el no saber si le duele algo, si tiene frío o calor”. A Su, por un instante, se le entornan los párpados, tristes. La mano de Jose busca la suya; la aprieta con firmeza, en señal de apoyo y animándola a levantar la mirada de nuevo, para seguir hablando de sus ilusiones como madre coraje. Él siempre ha sido un hombre de trato afable y sonrisa amistosa. La experiencia de la paternidad ha dejado en su rostro un gesto sereno, marcado con el signo del guerrero valiente, que no se acobarda ante nada. Ningún reto se le antoja imposible; así lo demuestra el que Jose lleve un año montándose en una bicicleta para destrozar sus ruedas a base de kilómetros, en carretera o subiendo montañas, con el único afán de llevar el nombre de Amaya como bandera y recaudar fondos para mejorar su calidad de vida.

Para Susana y Jose, el principal reto ahora es que Amaya camine. Así podría ser mucho más autónoma y jugar en un parque con otros niños, acompañar a sus padres de acá para allá. Y, aunque aún no es posible, en el pueblo la conocen casi todos. Desde que decidieron movilizarse para sensibilizar a la gente sobre el caso de su hija, las muestras de cariño han ido creciendo exponencialmente en Navalcarnero (Madrid), tanto de quienes a título personal, e incluso sin conocer a Amaya, han querido contribuir al “reto” de la niña, como comerciantes e instituciones locales: “Ha sido abrumador sentir tantas muestras de cariño hacia ella y hacia nosotros. Situaciones como ésta te hacer ver cuánta gente buena hay por el mundo que, sin conocernos, se vuelcan y nos ayudan a pagar muchísimas cosas”.
Como sucede con la práctica totalidad de las enfermedades raras (la Unión Europea cataloga como tales a las que aparecen con baja frecuencia, menor de 5 casos por 10.000 habitantes en la comunidad), no se destinan los recursos necesarios para la investigación, que podría permitir conocer mejor el mecanismo de la enfermedad y quizá, “más a largo plazo, encontrar alguna alternativa terapéutica que pueda paliar alguno de los aspectos de la enfermedad o facilitar su manejo clínico”, como afirma en su proyecto el grupo de investigación del síndrome de Wolf-Hirschhorn, del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, de Madrid. Aunque mantiene colaboraciones con instituciones españolas y recibe financiación de fuentes extranjeras, el proyecto busca también la ayuda de los particulares para poder continuar con el estudio del síndrome: “Fundamentalmente, el proyecto beneficiaría a los pacientes con WHS, pues sus resultados nos permitirían entender las bases de sus deficiencias inmunes y quizá abrir una puerta para su tratamiento (…) El estudio no sólo ayudará, algún día, a lograr una mejora de la calidad de vida de los afectados, sino que permitirá un mayor entendimiento del funcionamiento del organismo y de su desarrollo, que sin duda podrán ser extrapolados a otras patologías y otros enfermos, como ha ocurrido incontables veces en la historia de la medicina”.

Por sus investigaciones en el campo del Síndrome de Wolf-Hirschhorn, el grupo ha recibido el Premio 2015 a la investigación en enfermedades raras, concedido por la Federación Española de Enfermedades Raras, en reconocimiento al fomento de la investigación y el interés de la sociedad por todas ellas en su conjunto. El próximo 29 de febrero se celebrará el día internacional de las Enfermedades Raras, con un lema que nos recuerda que rara es la enfermedad, no quien la padece, como nuestra Amaya.







Y mientras se sigue avanzando en las investigaciones y en la labor de concienciación, los padres son quienes deben asumir los costes de los tratamientos y terapias. Para aligerar el sacrificio económico de la familia, Susana y Jose salen a la calle a promover la recogida de tapones, organizar carreras y partidos benéficos, mercadillos solidarios, comprobando con sorpresa y alegría que los vecinos, los cercanos y los desconocidos, dan un paso al  frente y se implican para ayudar a su princesa, colaborando con aportaciones o en la organización de los eventos. El pasado mes de mayo, Jose participó en los “10.000 del Soplao”, en Cantabria, montado sobre su bicicleta, para conseguir que cada kilómetro sea un paso más para hacer realidad “El Reto de Amaya”… 

El responsable de que este padre ciclista se haya lanzado a participar en una prueba deportiva tan exigente es Juan Carlos Zunzunegui, un cántabro de bien aficionado al ciclismo, a las competiciones extremas que se organizan por toda nuestra geografía. Una de ellas, "Navalcarnero al límite 2014", le animó a trasladarse desde Cantabria al pueblo madrileño. Al inscribirse por internet se informó de que el ayuntamiento de Navalcarnero había dispuesto que el ropero de la prueba, lo recaudado con él, fuese destinado al "Reto de Amaya", una niña que padecía una enfermedad rara. Ésa fue la primera vez que Juan Carlos tuvo noticia de "la nena", como la llaman ahora en su familia. Se sintió especialmente llamado a participar en la carrera, así que preparó su bicicleta y, junto a un amigo, tomó carretera y manta dirección Madrid. En una de las paradas del viaje le apeteció comprar en la estación de servicio un pequeño peluche para regalárselo a la pequeña; aún no la conocía, pero ya parecía embelesado por su encanto y dulzura. El día de la carrera, se presentó en el ropero, donde Susana y su hermana Gema atendían a los participantes y daban a conocer quién es Amaya y cuál es su reto. Cuando lo vieron con aquel peluche azul y se enteraron de que se había desplazado desde tan lejos para pedalear, pero también para conocer a la niña, no dieron crédito. ¿Quién era ese hombre que, sin conocerles, se tomaba tantas molestias? Fue sólo el primer episodio de lo que estaba por venir. Juan Carlos regresó a Cantabria sin conocer a Amaya, que no había podido asistir ese día por llevar varios especialmente cansada. No pudo entregarle personalmente el peluche, pero en su maleta de regreso se llevó la satisfacción de haber rodado 80 kilómetros sobre su bicicleta de montaña y haber contribuido con un entrañable gesto en la causa de los Gil Sampere. Susana se fue aquel día a su casa con un peluche y la emoción de haber conocido a alguien, de quien apenas sabía nada, pero que parecía dispuesto a darlo todo. 

Unos meses después, Juan Carlos contactó con "Su" para explicarle que en su tierra tenía lugar una prueba deportiva de envergadura, en la que corredores y ciclistas ponen sus piernas al límite, algunos de ellos movidos únicamente por la generosidad de querer colaborar con distintos proyectos solidarios. Ese año, él quería participar en los "10.000 del Soplao" por Amaya. Con varias semanas de antelación "vendería sus kilómetros" de la carrera a cuantos quisiesen ayudar; todo el que deseara ayudar podría comprar un kilómetro pagando por él la cantidad de 5 o 10 euros. El recorrido del Soplao suma un total de 162,5 Km, así que no había más que ponerse manos a la obra. Susana no supo qué contestar. Después de varios meses, Juan Carlos no sólo se acordaba de su hija, sino que había programado su reto físico pensando en recaudar fondos para ella. No lo dudaron. Jose, que tampoco conocía aún al “ciclista de la guarda", lo preparó todo para ir con Susana y Amaya a ver al generoso benefactor montado sobre su bici, subiendo hasta casi los cinco mil metros de altitud, peleando contra la montaña, el viento y casi el desmayo. 
Se marcharon sin saber muy bien qué se iban a encontrar; habían quedado allí con un total desconocido. Más maravillados se sintieron cuando Juan Carlos y su familia al completo les recibieron, les alojaron en su casa y brindaron todo tipo de cuidados y cariños a "la nena". Cuando Jose vio a aquel hombre de gesto serio y corazón grande pedalear, luciendo un dorsal con el nombre de su hija, se le debieron revitalizar las piernas y las fuerzas del alma, porque terminó despidiéndose de la familia cántabra anunciando que, al año siguiente, sería él mismo quien diera al pedal junto a Juan Carlos, para hacer más grande aún el reto físico y humano. "Tú, que no me conoces, corres por mi hija. Yo seré el próximo". La edición de  los "10.000 del Soplao" de 2015 fue la primera para Jose y la segunda para Juan Carlos, corriendo ambos, pedal con pedal, por Amaya. 

Después de aquella primera carrera de 2014 se dieron un fuerte abrazo con el que quedó sellada una sólida y desinteresada amistad. Juan Carlos y los suyos son como otra familia; llaman continuamente para saber cómo está Amaya, qué avances ha logrado y para preocuparse por si ha sufrido alguna crisis. "Tener a nuestra princesa ha supuesto para nosotros una lucha constante, pero también ha servido para poner en nuestro camino a personas extraordinarias que la vida ha querido que tengamos el honor de conocer", afirma con orgullo Susana.
“Si te soy sincera no me planteo el futuro para Amaya. Vivo el día a día, intensamente. No queremos ser egoístas en este sentido. Sólo pedimos que sea querida, respetada y, sobre todo, muy feliz”.
Así lo deseo yo también, amiga. Ya sabes que conocer a tu hija fue para mí una grata experiencia; estrecharla contra mí y sentir su afecto me acercó más a vosotros, a la vida y a mí misma. Gracias.
La mamá de Amaya, luchadora y enérgica, termina exclamando a los cuatro vientos: “¡Una princesa con luz propia nació el 5 de Junio de 2009. Se llama Amaya!”.

Un fuerte abrazo a esta familia numerosa y especial. ¡Ánimo con vuestro reto!
Os invito a conocer más sobre EL RETO DE AMAYA en su página de Facebook:
https://www.facebook.com/groups/1481305628786910/?fref=ts

Si queréis colaborar, también podéis comprar mi libro de relatos en Amazon (Relatos cardinales es un libro electrónico. La recaudación se destina íntegramente a "El reto de Amaya". Su precio es de 4,70 €).



Dorsal de Juan Carlos Zunzunegui, dedicado a Amaya,  en la carrera del "Soplao" 2015


Amaya Gil y Emilia





martes, 2 de febrero de 2016

Ingeniería poética



Diseño y obra de Agustín Linares, www.veletas.net

Yo no estaba llamado a ser herrero ni maestro de la forja. Era mi abuelo el que tenía una fragua en su pueblo, una pequeña aldea de la Alcarria conquense.  Sobre el yunque, a golpes, modelaba los enrejados de las casas de los vecinos o las herraduras de los bueyes que araban la tierra del señor Domingo. De su trabajo al fuego llevaba a casa el dinero suficiente para que mi abuela tuviese con qué preparar las comidas a los hijos, a los propios y a los de algunos vecinos. Eran tiempos difíciles y aquella tierra no era especialmente fértil: algunos cerezos y almendros, mucho cereal y algo de ganado, una economía que pronto obligó a muchos a emigrar a la ciudad.

Y allá se fue mi abuelo con sus tres hijos. Madrid llamaba a las buenas gentes del campo, con la promesa de poner comida sobre sus mesas y llenar todos los meses el bolsillo con el jornal nuestro de cada día. Claro, cuando uno se trasladaba a la capital no era precisamente para buscarse un buen piso por el barrio de Salamanca, sino para procurarse un modesto domicilio en los barrios más populares o en los pueblos que rodean Madrid por la zona sur. A decir verdad, los primeros que llegaron en la década de los 60 tuvieron que hacerse un hueco, levantarlo con sus propias manos y defenderlo con uñas y dientes. De hecho, fue la tía Juana una de aquellas primeras que llegó de avanzadilla a la ciudad. Siempre contaba, entre el orgullo y la tristeza, que tenían que construirse sus propias chabolas para ver con estupefacción y rabia cómo “los grises”, la policía franquista, las mandaban destruir al amanecer. Una vez caída la noche, volvían a arremangarse para dejarse la piel y el tesón en aquellas toscas paredes. Por supuesto, no había allí los más mínimos servicios para el aseo ni ningún tipo de alumbrado artificial. A estas cuadrillas que trabajaron cooperativamente se les llamó “los domingueros”, porque empleaban su tiempo libre de fin de semana para construir, con el mínimo coste, un espacio donde dar cabida a los suyos, guarecerles de la inclemencia del asfalto y la creciente polución. Lejos quedó el aire puro de la meseta castellana… Y a fuerza de cabezonería y sacrificio físico y emocional, finalmente, consiguieron que se les reconociera el derecho a una vivienda digna en la capital del reino.

El mayor de los hijos de mi abuelo, o sea mi padre, había ido a la escuela de primeras letras en su pueblo y algo sabía para poder entrar de aprendiz a algún oficio. Y a ello se dedicó, a la siderurgia. El mediano podría repetir curso una vez instalados en Madrid, igual que la niña, que, al final fue la única que terminó estudiando en la Escuela de Enfermería. Mi abuelo, el herrero, no tenía más obsesión que dar a sus hijos todas las posibilidades que él no tuvo, obligado como se vio desde pequeño a trabajar y contribuir a la subsistencia familiar, pues, como decía el padre de su esposa, mi bisabuelo, “los hijos son patrimonio y mano de obra”. Al llegar a Madrid quiso buscar un trabajo que se pareciese en algo a su oficio de origen, de ahí que se incorporase con su hijo al trabajo en la fábrica. Pronto se dio cuenta de que, con casi cincuenta años, no reunía las condiciones físicas necesarias para desempeñar su quehacer con profesionalidad y sin ponerse en peligro. Así que él mismo, antes de que le echasen, terminó buscándose otro trabajo, uno que nada tenía que ver con su fragua conquense, pero que le iba a permitir desarrollar su lado más urbanita. Y de portero de un edificio del barrio de Chamartín terminó, procurando mantener una buena relación con todos los propietarios, por si alguno de ellos pudiera favorecerle llegada la necesidad.

Todos en mi familia hemos regresado al pueblo en vacaciones, sobre todo en verano, porque allí sentimos que se hunden nuestras raíces. A decir verdad tampoco es que nos hayamos esmerado mucho en el mantenimiento de aquellas casas. Sólo yo anduve siempre con la idea de rehabilitar la fragua del abuelo. Ya de niño se lo decía y él, satisfecho, siempre me contestaba “tú primero estudia; hazte un hombre de provecho y aprende de los libros y, si después te sigue interesando, te prometo que serás el que herede mi templo de forja”.

Claro, imagino que sólo de pensar que, después de tanto sacrificio como supuso emigrar y hacerse un nuevo nido de hormigón, junto a otros tantos de miles más; habiendo dejado quinientas mil pesetas de entonces, marcadas con el abnegado sudor del obrero, para conseguir una propiedad en una de las colmenas de ladrillo rojo que empezaban a levantarse más allá del Pueblo de Vallecas; una vez que uno siente que ha dado el gran salto y ha conseguido formar parte de la gente de ciudad, escuchar a un nieto hablar de volver a la tierra seca del pueblo, a la casa de pared encalada y la fragua olvidada de la mano de la modernidad… debe doler. Hacia atrás, ni para coger impulso.

Y no fue nada fácil convertirse en ciudadano de la capital, sacudirse el tufillo aldeano de los padres y convencerse de que uno podía aspirar incluso a ir a la universidad. Todos mis colegas del barrio eran hijos de inmigrantes. A todos nos tocó un episodio difícil, por nuestro origen humilde, por vivir en un país que parecía estar despertando a la nueva era, después de tiempos de represión y pobreza para los pobres. Ahora, los pobres empezábamos a poder soñar con otra vida. Los derechos empezaban a multiplicarse como setas, casa digna, escuela para todos, trabajo para todos… No fue fácil, digo, porque ya sabéis que en esos años 80, en Madrid, se coqueteó con la revolución, con la social, la musical, la política y con la estética, que son las que llenan las pantallas de la televisión de entonces de acordes, de crestas, de fotogramas transgresores, pero, en la capital, además, fueron muchos, demasiados hijos de gente humilde, los que se pasaron de rosca, hasta desmontar el esqueleto, enajenados de caballo y sueños rotos. Yo tuve varios amigos de la calle que no llegaron a cumplir los veinte. Que nadie piense, pues, que el camino hacia el futuro, que es nuestro presente, fue una alfombra de rosas.

A veces me asombra ver en lo que he conseguido convertirme, teniendo en cuenta el entorno tan poco propicio que me rodeó durante la infancia y la adolescencia. No tuve precisamente unos padres concienciados sobre la importancia de cultivar el intelecto; fueron unos supervivientes, eso sí, y, no sé muy bien por qué razón, tenían claro que debían dejarse la piel para que sus dos hijos estudiasen algo. Pensaría mi madre que siempre sería mejor tenerme en mi cuarto, bajo el flexo, que callejeando con los hijos de las vecinas, explorando rincones para ella insospechados, y aventurándome, al final, a un destino que olía a la legua a cárcel o a sobredosis.

Con las jornadas de doce horas que hacía mi padre, como mano de obra no cualificada, se fue llenando la nevera de casa, de todo lo que mi madre compraba en el mercadillo de Fontarrón, no sin antes haber intentado regatear para estirar la peseta y conseguir hacer alguna escapada con los chicos en agosto. Ésas eran sus ilusiones, hijos alimentados, calzados y abrigados para el invierno, y equipados de flotador de pato, cubo y pala para veranear como buen madrileño de barrio obrero, en las playas de Alicante o cerca de ese mar de aguas calientes y anti ahogo que tenían los murcianos. Bueno, su motivación era ésa y ver que los hijos iban pasando de curso, dando señales de que la vida podía depararles algo mejor. Y, ya puestos, habría que animarles a estudiar algo más después del instituto… Algo que dé de comer seguro… Ingenieros, buena opción, pero de los técnicos, que son tres años. Mi hermano, que siempre se sintió llamado a cambiar las cosas y proteger al mundo de la destrucción, optó, tras un par de tropezones en su elección universitaria, por Forestales, que entre árboles y organismos vivos andaban sus designios. Y yo, a quien los de la clase llamaban “el casero”, por haber preferido siempre quedarme en casa arreglando aparatos que andar de tropelía en tropelía, me sentí atraído desde el principio por la mecánica, de manera que mi salida no podía ser otra más que la de ingeniero técnico industrial, en su especialidad de Mecánica. ¡Cómo se le llenaba la boca a mis abuelos! Un nieto ingeniero industrial suena a categoría primera, a billetes de diez mil, a traje de chaqueta y coche turbo diesel… Y bueno, algo hubo de todo esto, pero nada especialmente llamativo comparándolo con la tendencia del momento. Muchos, a lo mejor demasiados, terminamos colgando en las paredes de casa títulos de ingeniero, arquitecto e informático, que en aquella época de finales de siglo sonaban a futurismo y auguraban prosperidad.

De nada me quejo, vaya por delante, porque, efectivamente, mi titulación me ha procurado un proyecto de vida que mis padres ni siquiera soñaron. Junto a otros muchos, he contribuido al desarrollo tecnológico y de infraestructuras de este país. Aunque todo eso es verdad, si tengo que ser sincero diré que lo que me mueve y me llena no es mi trabajo encorbatado y mi cuenta corriente holgada para una vida despreocupada. A mí lo que me ilusiona es irme al pueblo todos o casi todos los fines de semana, para seguir siendo ingeniero, pero ingeniero de la forja, moldeando a fuerza de golpes incandescentes los rumbos ajenos. ¿Por qué, diréis? Pues porque no encontré negocio en esto del hierro que no estuviese ya explotado y terminé lanzándome al diseño y forjado de veletas, sí, de ésas que marcan la dirección del viento y solían colocarse siempre en el tejado de las iglesias o sobre los establos de los pueblos. Ahora, no creáis, las mías son especiales, de ingeniero, porque la punta de flecha que señala hacia dónde sopla el día está técnicamente diseñada, según las leyes de la física y la cuántica, contrarrestando el peso de la cola, e indicando dónde se hallan los puntos cardinales. Una virguería, que diría mi abuelo.

En ello andaba, consumiéndome de lunes a viernes en las rutinas de la ciudad y el trabajo, esperando al fin de semana para encaminarme al pueblo y enfundarme el mono de trabajo, y poder así diseñar el indicador de indicadores, brújulas de hierro forjado, que han ido adoptando formas más que peculiares. Y es que comencé en el negocio recurriendo al boca oreja; ya internet y las redes sociales terminaron trayéndome una clientela renovada, imaginativa y exigente. En el primer portal que ofrecí con mi producto ya me vendí como un arquitecto de rumbos, que sonaba muy bien, y artista del hierro, capaz de forjar un modelo sencillo que incluyese flecha, con punta y cola, y las letras iniciales de los puntos cardinales, o dar forma a las fantasías que cada quien fuera sugiriendo. En sus mensajes, los clientes me daban indicaciones precisas de cómo querían que fuesen sus veletas, sencillas, con flores o figuras trazadas sobre el hierro fundido, símbolos de las fantasías que cada uno de ellos deseaba ver movidas por el viento.

Transcurría mi vida así, entre el estrés de la semana y las delicias del pueblo, de la fragua y las veletas que mis manos creaban. Hasta que me llegó su mensaje. No diré que aquel día me escribió una musa o sentí una revelación mística. No me sentí atravesado por un rayo celestial, pero creí leer más allá de aquellas letras que me encargaban una veleta.

“Mire usted, recientemente he comprado una casita próxima al mar, que yo soy del Mediterráneo, ¿sabe? Aquí sopla el Levante y revoluciona la vida. Siempre me sedujo la idea de que el viento nos guía, señalándonos el norte, reconduciendo nuestros destinos. Y pensé, pues una veleta para mi jardín. Soy profesora de Literatura y mis amigos siempre dicen que soy también muy dada a imaginaciones y desvaríos filosóficos, pero, como he visto que usted diseña a la carta, y da forma con hierro a todo tipo de peticiones, pues, ¿por qué no yo?...”.

Nada podía extrañarme, porque ya había recibido mensajes de lo más variado y atrevido, pero aquello… Esta mujer quería poco menos que hiciera poesía a golpe de martillo sobre el yunque, porque lo mío, por si cabía alguna duda, es artesanía pura. Le contesté de inmediato. “Sería conveniente que viniera usted a mi taller y viese mis diseños; a lo mejor algo de lo que ya he hecho pueda interesarle…”. Tenía que conocerla, si o sí. Sentí el pálpito de que la vida me estaba poniendo delante indicios cristalinos sobre la dirección que debería tomar. Esto de que me hicieran poesía en una carta mientras me encargaban una veleta de hierro me supo como si me hicieran el amor, que viniendo de alguien alfanumérico y cuadriculado como yo, venía a ser un festín sensorial. Me sedujo sólo con mezclar mi mecánica de ingeniero con su lírica de maestra en Letras.


Tan pronto la conocí me di cuenta de que ella estaba hecha de otra pasta. Tampoco creo que la hubieran criado como a una damita de alta alcurnia, pero algo distinto se le veía, al menos muy distinto a lo que yo conocía de otras mujeres de mi edad. Digo yo que no nos llevamos muchos años, o al menos eso deseo… Siempre creí que terminaría formando familia con otra ingeniera, con otra loca de las ecuaciones y fórmulas a la que le gustase desentrañar el funcionamiento de los artilugios del mundo. Pero, cuando la vi y la escuché, y saboreé su cadencia y me hicieron sombra sus palabras, sentí que viraban mis coordenadas. Y hablaba y hablaba y hablaba, y las letras de su hablar me atravesaban, que si versos, destinos, amores, tiempos que empiezan y acaban, veletas que marcan caminos… Y quedé secuestrado en ella. Yo, el ingeniero mecánico, herrero y maestro de forja en ratos libres, el de la forma perfecta, de mecánica precisa, quedé atrapado por su imagen difusa, de metáfora extraña, que habla y parece no decir, pero que tanto enseña y oculta tras su verso. ¡Qué será esto que me posee! ¿su encanto? y quizá, sólo ahora, el chico de barrio que se hizo ingeniero podrá construir con sus manos un rumbo para su poesía. ¿Se escribirá en verso esta vida nueva? Yo pongo el rumbo en la veleta; ella, el viento que nos guía...

Cortesía de www.veletas.net. Gracias por permitir que esta imagen acompañe las publicaciones del blog "Palabras cardinales".