jueves, 31 de marzo de 2016

Piano, pianísimo...



Te lo digo en clave de FA.
Haz nuevas escalas
de mis valles y mis cumbres,
sin prisa, piano,
pianísimo...

De cada nota, un suave recreo.
Clave de Fa en cuarta...
Entre sus dos puntos
Se estrena este pentagrama.

Te espero dos octavas más arriba.
No apremies tu tempo, mas no pierdas tiempo...

Savia Verde

lunes, 28 de marzo de 2016

Mi camino, el destino. Por Samuel Rubio Moreno


Hay etapas de la vida en las que uno se siente especialmente inspirado. Hace meses que dedico mis escasos ratitos de ocio a narrar, a relatar, la verdad, la real y la soñada. Al día siguiente de haber publicado algún texto me gusta compartirlo con mis alumnos. El primer día que lo hice, para aderezar una clase que estaba resultando especialmente pesada, descubrí que escuchaban con atención, tanta que se animaron a hacer comentarios; algunos, incluso, después de estas sesiones de lectura en voz alta, han tenido la generosidad de hacerse asiduos de este blog. No pretendo competir con los textos clásicos, de obligada lectura (lejos está de mi intención).

Lo que empezó siendo un guiño, con el que acercarles mi mundo y mostrarme cercana a “sus mundos”, creo que al final ha servido de motivación a la lectura, en algunos casos, y de inspiración para lanzarse a la escritura, en otros. Así ha sucedido con algunos estos alumnos, cuando, en la calma de su silencio, han vuelto a escuchar mis palabras, han buceado en ellas y han sacado a flote nuevas historias, salvadas a través de ellos del naufragio del olvido…

Os dejo la historia de Samuel, uno de esos “rescatadores de palabras”. Leeréis primero la última parte de “Ingeniería poética” y, a continuación, el final que él propuso al texto. Por la inteligencia y sensibilidad que pone en todo aquello que emprende, sé que será capaz de conquistar cualquier reto futuro. No hay límites, amigo, la cota la decides tú…

Emilia R. M. 




Soy Samuel Rubio Moreno y curso 2º de ESO.

Un día del pasado trimestre, Emilia, mi profesora de lengua, nos propuso hacer una redacción o componer un final para su relato “INGENIERIA POÉTICA”. Esa misma tarde me dispuse a buscar un desenlace para su historia. Poco a poco fueron surgiendo los personajes y los lugares alrededor del texto original. Como Emilia también nos había relatado cuál había sido su inspiración y nos dijo que, en parte, el texto estaba basado en la historia del padre de Almudena, nuestra profesora de Ciencias Naturales,  decidí incorporarla como personaje en mi relato.

Me gustó cómo había quedado mi final, pero no imaginé que tanto Emilia como Almudena llegaran a entusiasmarse tanto con él.

Emilia, gracias por colgar este relato y a vosotros, por leerlo.

Samuel R. M.

FINAL de “Ingeniería poética”, por Emilia Ruiz Martínez

Nada podía extrañarme, porque ya había recibido mensajes de lo más variado y atrevido, pero aquello… Esta mujer quería poco menos que hiciera poesía a golpe de martillo sobre el yunque, porque lo mío, por si cabía alguna duda, es artesanía pura. Le contesté de inmediato. “Sería conveniente que viniera usted a mi taller y viese mis diseños; a lo mejor algo de lo que ya he hecho pueda interesarle…”. Tenía que conocerla, sí o sí. Sentí el pálpito de que la vida me estaba poniendo delante indicios cristalinos sobre la dirección que debería tomar (…).


Y tan pronto la conocí me di cuenta de que ella estaba hecha de otra pasta. Tampoco creo que la hubieran criado como a una damita de alta alcurnia, pero algo distinto se le veía, al menos muy distinto a lo que yo conocía de otras mujeres de mi edad. Digo yo que no nos llevamos muchos años, o al menos eso deseo… Siempre creí que terminaría formando familia con otra ingeniera, con otra loca de las ecuaciones y fórmulas a la que le gustase desentrañar el funcionamiento de los artilugios del mundo. Pero, cuando la vi y la escuché, y saboreé su cadencia y me hicieron sombra sus palabras, sentí que viraban mis coordenadas. Y hablaba y hablaba y hablaba, y las letras de su hablar me atravesaban, que si versos, destinos, amores, tiempos que empiezan y acaban, veletas que marcan caminos… Y quedé secuestrado en ella. Yo, el ingeniero mecánico, herrero y maestro de forja en ratos libres, el de la forma perfecta, de mecánica precisa, quedé atrapado por su imagen difusa, de metáfora extraña, que habla y parece no decir, pero que tanto enseña y oculta tras su verso. ¡Qué será esto que me posee! ¿su encanto? y quizá, sólo ahora, el chico de barrio que se hizo ingeniero podrá construir con sus manos un rumbo para su poesía. ¿Se escribirá en verso esta vida nueva? Yo pongo el rumbo en la veleta; ella, el viento que nos guía...

La fragua de Vulcano, inspirada en Velázquez.

MI CAMINO, EL DESTINO (Por Samuel Rubio Moreno)

 (…) Los siguientes días fueron estupendos. Yo intentaba tardar todo lo posible en terminar la veleta; mientras, ella estaba alojada en un pequeño hotel, a tres minutos de mi fragua. Todos los días venía a verme y a reprocharme mi tardanza. Poco a poco nos fuimos conociendo mejor, hasta que un día la llamé para que viniera a la fragua con la excusa de supervisar la veleta. Lo que en realidad  quería era pedirle que saliera conmigo y accedió. Los meses siguientes fueron de los mejores de mi vida. Todas las noches quedábamos para dar un paseo, ir a tomarnos algo o, simplemente, para hablar sobre  nosotros, los planes de futuro y la idea de casarnos y formar una familia.

Tres meses y trece días después de hacer oficial nuestro noviazgo, nos casamos, un poco presionados por las dos familias. La boda tuvo lugar en la Catedral de Toros de Guisando y, aunque no hubo muchos lujos, a todos sorprendió de buena manera. También recuerdo que mi hermano conoció a una chica…, pero esa es otra historia y debe ser contada en  otro momento.

Antes del enlace estuvimos largos ratos hablando sobre dónde viviríamos. Decidimos, después de unas cuantas discusiones, ir a vivir a un pueblo de Jaén, donde vivía un primo mío, que prometía ser precioso (el pueblo, no mi primo).  Y allá fuimos después de nuestro viaje de bodas. Su casa la pusimos en venta; unos meses después, la conseguimos venderla por más de lo que costó.

Ya alojados en nuestro nuevo hogar, Azucena, mi mujer, decidió colocar la veleta que con tanto amor había construido en lo más alto de nuestra casa, que era espaciosa, con dos baños, un salón, un cuarto de la plancha y un par de habitaciones. Siempre habíamos pensado tener una casa así, pues nunca se nos fue de la cabeza la idea de formar una familia.

Los siguientes años transcurrieron tranquilos, viviendo nuestro amor. Azucena consiguió un trabajo cerca del pueblo, dando clases a niños de séptimo y octavo de EGB. Yo monté un pequeño taller y amplié un poco el negocio, aunque las veletas seguían siendo lo que más se vendía y lo que a mí más me gustaba hacer.

Tres años después, tras mucho intentarlo, le dieron a mí mujer la grata noticia de su embarazo. Y, para mayor satisfacción, el médico dijo que  ¡venían mellizos!

Y llegaron a este mundo, un 26 de octubre, una pequeña niña y un niño. Su infancia fue la etapa que más disfrutamos. Pasábamos con ellos todo el tiempo que podíamos. Azucena pidió una excedencia por dos años, y yo volví a dedicarme solo a la venta de veletas.

Mi hija Almudena de pequeña siempre jugaba a enseñar y educar a los muñecos. Óscar se decantaba más por los animales. ¡Menudo sofoco se cogió cuando murió su primer perro, Chispa!

Óscar no fue de mucho estudiar y en unas vacaciones a Alicante, exactamente al pueblo de Azucena, se enamoró locamente de una chica. Ella le animó a estudiar veterinaria, lo que a él siempre le había apasionado.

Almudena estudió Biología y se convirtió en profesora de Ciencias Naturales. En su segundo año trabajando le dieron un pueblo en la meseta de Madrid. Ella durante el verano no nos dijo cómo se llamaba aquel lugar. “Se le habrá pasado”, pensé.

Al llegar allí nos envió, con un teléfono de esos que dicen que son inteligentes, una foto en la que se veía la fachada de mi antigua fragua anunciando veletas.

¡Qué de vueltas da la vida,
sin saber que ya has pasado
por encima de esa piedra
que algún día has pisado!

Las vueltas que da la vida,
te llevan sin tú saber
a volver a tropezar
donde él tropezó ayer.

Fragmento de “Las vueltas que da la vida”, Emanuer.
Adaptada por Samuel Rubio.


martes, 22 de marzo de 2016

Duelo en Bruselas, en Europa, en el planeta Tierra: "Esa gente no tiene corazón, profe".


Hoy, a primera hora, antes de conocer lo sucedido en Bruselas, he mandado a uno de mis mejores alumnos un artículo sobre los principales errores gramaticales del español. Él, Zacarías (éste es su nombre castellanizado), es marroquí y siempre está atento a las explicaciones, siempre se muestra ávido ante el conocimiento, siempre educado, cabal y respetuoso. Ha debido recibir mi mensaje casi al mismo tiempo en que han empezado a llegarle las noticias sobre los atentados terroristas en el aeropuerto de Bruselas, de la capital de Europa, de su Parlamento. Así que antes de comentarme nada acerca de los errores gramaticales, ha querido confirmar a través de mí la terrible noticia: "Profe ¿lo de la estación de metro de Bruselas es verdad? ¿Ha sido hoy?". "Sí, Zacarías, acabo de compartir el enlace con las primeras informaciones". "Esa gente no tiene corazón, con la de personas a las que han dejado sin familia", me ha contestado triste. Y esa gente no es su gente y, afortunadamente, ninguno de sus compañeros lo piensa ni de él, ni de su familia, ni de ninguna otra de las familias marroquíes del pueblo. 

Ahora, mientras llegan imágenes de horror y desconcierto, mientras Zacarías, tan atento como siempre al mundo que le rodea, estará sentado frente a una pantalla de televisión, intentando comprender por qué esa gente mata en nombre de su Dios, refresco la reflexión que llevé a las aulas con motivo de los atentados de París, el pasado mes de noviembre:

Cuando el Homo dejó de ser Sapiens:

"Esta mañana he sentido cierta inquietud al llegar al instituto. Me preguntaba cómo habrían reaccionado mis chavales ante los últimos acontecimientos, ante el terror y la barbarie. En este pequeño pueblo de la sierra madrileña hay una civilizada convivencia entre los ciudadanos de distintas nacionalidades. La comunidad árabe se ha integrado con normalidad a la vida del lugar; en todos mis grupos hay, por lo menos, dos alumnos marroquíes. Lo verdaderamente significativo es que mantienen una excelente y enriquecedora relación con los chicos españoles. Me encanta ver a las niñas del pañuelo estudiando, jugando y riendo con Sara, Ana, Georgiana, Alexandra o Lucía…

Los profesores hemos optado por la prudencia, por no hablar del asunto, a no ser que la situación en el aula lo hiciera estrictamente necesario. Hemos querido confiar en que reinaría la cordialidad entre niños que son amigos desde la educación infantil. Creo que es la actitud más adecuada; además, resultaría difícil abordar determinados temas sin acompañar nuestras palabras de una determinada visión del mundo y de la realidad que puede llegar a condicionarles. Nuestra misión es formarles, instruirles y educar siempre en valores, pero valores universales, comunes a todos los seres humanos.

Las primeras horas han transcurrido con normalidad. Algún alumno me ha preguntado “profe, ¿te has enterado de lo que ha pasado en París?” y a otros les he oído palabras sueltas dichas en voz alta: “bombas” o “terroristas”, pero, más allá del comentario anecdótico, he podido comprobar que los alumnos marroquíes se comportaban con absoluta normalidad, sonrientes, y que sus compañeros españoles, rumanos o portugueses se mostraban también como siempre, jugando y bromeando en cuanto me daba la vuelta para escribir en la pizarra, y participando activamente en la clase de Lengua.

Con los alumnos adolescentes, con los mayores, he tenido la misma sensación de normalidad, aunque bien es cierto que ellos, que son más conscientes del mundo que les rodea y que empiezan a necesitar manifestar que tienen ideas propias, me han transmitido nada más entrar al aula su necesidad de hablar. No se pueden poner puertas al campo ni me parece que sea adecuado que intentemos silenciar la realidad. Lo importante es crear el escenario idóneo para que puedan decir qué sienten o piensan, siempre que ejerzan la libertad de expresión desde el respeto y la moderación. Los dos alumnos marroquíes parecían hoy más tristes o preocupados (la chica nos ha dicho que se sentía cansada ya del tema; no debe ser fácil sentirse en el punto de mira). Todo lo que han ido comentando incidía en la necesidad de acabar con los fundamentalismos; en que no se puede acusar a todo un pueblo por las terribles acciones de unos pocos radicales; en que, tal y como expresaban, podría empezar una guerra… En otras ocasiones les he visto debatir con mucha vehemencia y visceralidad, con discursos agresivos y muy cargados ideológicamente (reproducen muchas veces lo que oyen fuera del aula). Hoy no ha sido así; han hablado con corrección, moderación y recurriendo a planteamientos tolerantes. Yo no he podido más que insistir en que las naciones deben trabajar por la paz y en que los ciudadanos que las componemos tenemos que asumir el compromiso de luchar contra los prejuicios, sean de la índole que sean.

“¿Os acordáis de mi primera clase? En ella os explicaba cómo y por qué aparece el lenguaje humano; la capacidad lingüística surge como consecuencia de la inteligencia. Hasta que los primeros homínidos no contaron con un cerebro lo suficientemente desarrollado no apareció el lenguaje, la posibilidad de comunicarse con otros miembros de la especie a través de la palabra. La comunicación humana ha ido perfeccionándose desde entonces a medida que los individuos y las sociedades que estos han constituido han evolucionado. Así que nuestra lengua, la que estudiamos en esta clase, es espejo de nuestra inteligencia, de manera que es preciso y necesario cuidarla y formarnos en su correcto uso, pues ella nos permitirá dar forma lingüística a nuestro pensamiento y será el vehículo de entendimiento con otros. Ésa debería siempre ser el arma para resolver cualquier desencuentro”.



“Por otra parte, pensad que en esas primeras etapas de la vida del hombre, cuando ya se le puede llamar “Homo sapiens”, y en las que no existían las naciones ni las banderas ni las religiones ni las lenguas, si me apuráis igual ni los nombres; no había etiquetas. La vida giraba en torno a un objetivo común, subsistir como especie, no sucumbir a los avatares del ciclo natural del planeta, no desaparecer. Habría disputas, no lo dudo, pero por cuestiones relacionadas con el mantenimiento del “ciclo sin fin”, la cadena trófica.

El hombre descubrió el fuego, inventó la rueda y comprendió las inmensas posibilidades que para él había en el mundo. Durante miles de años nos hemos diversificado, hemos evolucionado y afortunadamente hemos alcanzado cotas insospechadas de desarrollo que nos alejan de las cavernas. O no.

Se nos ha olvidado que seguimos formando parte de la misma especie, que deberíamos estar velando por asegurar nuestra pervivencia en el planeta. En la era de las comunicaciones globales, la palabra, el lenguaje humano, no parece ser muy útil para asegurar la convivencia entre los pueblos. Se ha abandonado el objetivo común; cada pueblo, el pequeño en el que vivo y la nación más lejana, busca su propio interés, sea del tipo que sea. Levantamos banderas; apelamos a la lengua, a la religión, al dinero (por tenerlo o por carecer de él). Las guerras del pasado parece que no han servido para aprender que hay caminos que es mejor no transitar. Tal es la soberbia humana que hemos terminado por olvidar que somos caducos, que nadie se va de este mundo con riquezas ni ideologías, pero que sí deberíamos preocuparnos por dejar un lugar habitable para las generaciones venideras.

Así que, chicos, yo no sé de política ni de Historia, pero repasando todo lo que os he contado, quizá deberíamos pensar en “involucionar” un poco, volver a los orígenes, a cuando no había banderas, países ni lenguas para recuperar la consciencia y ver cuál debe ser el objetivo de nuestra especie: sobrevivir. Yo estoy por hacerme “Homo sapiens”, mirad lo que os digo”. Cuando por fin he terminado de hablar (me han escuchado atentos y lo he agradecido), la más habladora del grupo ha cerrado la sesión, antes de que sonara el timbre, con un “pues yo también me hago Homo Sapiens de esos, profe”.

lunes, 21 de marzo de 2016

Yo no quiero ser como tú... #NoMásViolencia

Campaña de concienciación "Ni una más ni una menos"

Miguel Lorente, exedelegado del gobierno para  la violencia de género, reitera en varios de sus artículos de opinión para el diario "El País" que cada año 840.000 niños y niñas, aproximadamente el 10% de nuestra infancia, viven en hogares donde los padres maltratan a sus madres como parte de la violencia y como advertencia de lo que les puede ocurrir si deciden dejarlos. "La prevención pasa por adelantarse al problema, no por esperar a que este llegue a las instituciones por medio de la denuncia, sobre todo si comprobamos cómo el machismo sigue lanzando mensajes desde la impunidad contra la respuesta frente a la violencia de género y contra las mujeres. Ese odio es el que mueve a la violencia y el que lleva a que la conducta del violento busque “golpear” allí donde más duele".

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No me grites más. No lo hagas, porque cuando lo haces siento una puñalada de rabia y dolor y pena y vacío, me siento menos yo y demasiado tuyo. Y a ella no vuelvas a mirarla desde lo alto; no aprietes la cuchara cuando en la mesa crees que algo mereces y en tu sitio falta. No le grites tampoco con la sordina de la almohada, porque la furia crece en mí y alimentas mis más terribles instintos.

Yo no quiero ser como tú. Yo no soporto tanta ira y sombra. Creí siempre que eran una manera de ser padre, de ser mi padre, y que si utilizabas ese tono conmigo sería porque yo no merecía otro, porque eso significaba ser hijo del padre, y que así aprendería a ser hombre, marido y padre.

Me di cuenta en aquel partido de basket, en el que invitaron a las familias a jugar y a vernos en la cancha. Los otros niños salieron sonrientes y orgullosos de botar el balón con su madre o su padre, que parecían vergonzosos sobre la pista y frente al aro. Todos actuaron tranquilos, divertidos, menos tú, que me gritabas al acercarte a mi oído, mientras nadie reparaba en nosotros, para que me revolviese contra mis compañeros, para despertar al niño perverso y oscuro que duerme dentro, conmigo. "Corre, muchacho, mete codo y quítasela; no la pases más, lanza, que estás torpe, ¿no ves que son más rápidos que tú? Venga, jodido árbitro, ¡vaya mierda de equipo! Esos padres no saben lo que es ganar y tú no puedes perder, porque, de hacerlo, serás un fracasado".

Ninguno me mira como debe mirarse al compañero de equipo. Cada sábado siento que bajo mi equipación sudan y corren el acobardado chaval y un poco de su padre. Y es que, cuando me gritas desde la grada, siento como si algo de ti se apoderase de mí, como si tu agresividad me poseyera y me hiciese moverme con tus hilos de fiera. Zancada al frente, balón que bota, no veo a nadie más, sólo la red o el contador, ni siento sed más que de marcar, aunque otro caiga.

Pero luego sufro porque no me siento bien tras esa máscara enfadada y ese lenguaje que he aprendido de ti. Y veo que quiero acercarme a esa niña de mi clase que tanto me gusta y no sé; y quiero que me dejen jugar en los partidos del recreo y siento que nadie quiere elegirme para su equipo. En clase, rehúyen de sentarse junto a mi mesa, porque dicen que pego, que soy el bruto y que no comparto ni respeto.

Gracias, papá, por haberme convertido en esto, en el niño que gruñe y que sólo sabe jugar al baloncesto si es para marcar y ganar, dejando al compañero de equipo con cara de frustración y de "soy invisible". A ese, primero quiero gritarle que es un inútil y pasmarote y me gustaría que el entrenador lo echase; lo empujaría hasta tirarlo al suelo, por memo y lento. Pero, de repente, se me viene a la cabeza tu imagen zarandeando a mamá, chillándole y reprochándole lo que no hizo bien, haciéndola llorar de vergüenza y sofoco, arrinconada en la esquina del salón, como una niña asustada, temblorosa, como mi compañero cuando le grito que en qué estaba pensando mientras corría y corría sin soltar el balón. Y siento en ese momento que se me enfrían el sudor y el ánimo, me arrodillo frente a ese muchacho sin saber muy bien qué hacer, si ayudarle a ponerse en pie, o abrazarle contra mi camiseta o seguir hundiéndole en su fracaso como jugador, como madre.

 "¿Por qué no te levantas y te enfrentas a tu rival, cobarde? ¿Por qué dejas que jueguen en vez de contigo contra ti? ¿Por qué le sirves silenciosa y dejas que desdibuje la alegría, pones la otra mejilla y te abandonas a la ley del más fuerte? Empuja tú también y demuestra tu juego; corre y no mires atrás; salta, que no hay piernas más fuertes y largas que las tuyas. Gana y bloquea su ira y rencor. Mamá, no me dejes más gritarte; no permitas que él se acerque a ti, si no es para pedirte perdón. No mereces el juego sucio ni su agresivo codazo en la cancha ni su hiriente insulto, porque los compañeros de equipo, los que se han elegido para batirse con la vida y medirse en el triunfo y en la derrota, no deberían comportarse como enemigos. Uno no debería vivir a la sombra del otro. Tú no tendrías que sentir su furioso aliento en el cuello mientras te arrincona contra las cuerdas, culpándote a ti de su fracaso.

¡Ni la toques! ¡No te atrevas! Porque esto que me has enseñado, este odio que se ha ido anidando en mi pecho puede que un día crezca, me inunde y te arrase sin clemencia. No levantes más la voz desde tu soberbia grada de pequeño hombre que se cree mejor que los demás hombres, los demás padres. No sé si ellos serán mejores o peores, pero sus hijos y ellos me parecen felices y sonríen.

Yo no espero que me sonrías; sólo deseo que un día, al llegar a casa, no haya gesto gris ni lágrimas en su cara. Sus ojos brillarán satisfechos, orgullosos, por haber sido capaz de frenar tu puño y tu odiosa palabra. Te habrás ido. Estaremos solos, pero listos para jugar y, quizá, ganar.


Teléfono de atención a las víctimas de malos tratos: 

El Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, por medio de la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, presta el Servicio telefónico de información y de asesoramiento jurídico en materia de violencia de género, a través del número telefónico de marcación abreviada 016. Además las consultas se pueden dirigir por correo electrónico al servicio 016 online: 016-online@msssi.es

martes, 15 de marzo de 2016

Tras la estela de los caballitos de mar...


Quedan pocos como él en esta orilla del Mar Menor. En el llamado barrio de los pescadores no sé si quedará algún maestro de redes y anzuelos, salvo Antonio, "el ausente", como lo llaman desde los años mozos las buenas zagalas de Santiago de la Ribera, que ahora sonríen entre arrugas cuando se les pregunta por el pescador de marras, el del mar en los ojos y el rumbo profundo y lejano.

Cuenta casi ochenta y cinco años y sus dedos, endurecidos por la edad y el salitre, siguen trenzado y destrenzando redes y recuerdos, visiones, ausencias y presencias.

Dice que la vio caminar sobre las aguas, como mecida por ellas y suspendida en la brisa, rozando apenas la suave calma del mar con el fino encaje de su blanco vestido. "Parecía triste, sus ojos estaban cerrados, pero en los labios se dejaba ver un medio gesto de pena". Se acercaba hacia ella; era de noche, ¿qué mejor momento para lanzar las redes en esta pequeña inmensidad salada? Cuando dejó su barca sosegar en las proximidades de la Isla Mayor, la del Barón, y soltó los remos, sintió un susurro envolvente, el agua que rodeaba la embarcación parecía surcada por minúsculas presencias. "Sentí angustia, hasta que conseguí adivinar, con el resplandor de la luz de la luna, que lo que movía el agua no eran sino caballitos de mar, muchísimos, infinitos, hermosos, imposibles de ver ya en esta laguna salada. Y detrás de la comitiva, al pasear los ojos sobre la superficie del agua que separaba mi barco de la orilla de la isla, al final, en la oscuridad brilló ella, señorial y dormida, como alma en apenada busca de paz o que huye en vela".

"Antonio, ella no lo amaba y él terminó con sus días de princesa rusa en aguas cálidas". El barón de Benifayó, el que fue señor de la isla en tiempos que ya ni se recuerdan, y al que debe el terruño su sobrenombre de "Isla del barón", sufrió cautiverio allí mismo, con ocasión de una visceral afrenta cuerpo a cuerpo: "Yo soy el barón de Benifayó, y en grata hora me batí en duelo con cortesano tan relevante como fue don Diego de Castañeda, y digo fue, pues no puede serlo más después de que mi florete le atravesara el pecho de parte a parte en perfecto lance. Murió el malhayado don Diego y quisieron los cielos que en castigo, fuese yo confinado en singular isla, nacida y reinante en el centro mismo del mar que llaman certeramente, menor".


Tras su liberación y castigo por homicida, decidió comprar la isla, Antonio, y allí construir su palacete de mudéjares contornos, grande de España que era el señor. Y hasta allí llegó, a una de las fastuosas fiestas de la nobleza, la hermosa Ana, o quizá Catrina, la princesa rusa de quien el barón se enamoró. 

No te creas loco, pescador de hipocampos, porque allí la viste, sobre las aguas alzada y virginal. Ella, su joven alma atribulada, huía de quien quiso comprar su afecto y convertirlo en amor. El barón, don Julio Falcó d'Adda, la tomó en matrimonio, convencido de que terminaría conquistando su corazón. Y no fue así y él no pudo soportar saberse rechazado, mortificado por el desdén y ligereza de su balcánica mirada. Dicen, Antonio, que la mató y escondió su cuerpo sin vida en la isla. Pescadores y pescadores han creído verla vagar por la orilla, triste, con párpados caídos y perdidos en la arena. Pero también a él lo han visto, purgando su culpa y dolor, buscándola para poder postrarse ante ella e implorarle perdón. 

Dos almas en eterno trasiego nocturno, traídas por el oleaje de antaño hasta nuestra orilla. "Antonio, deja esa red, súbeme a tu barca, húndela tras la estela de aquellos señoriales caballitos de mar, que él me busca y yo quiero descansar ya".

Isla del Barón. Mar Menor (Murcia)


viernes, 11 de marzo de 2016

11M, un día diferente

Monumento en recuerdo a las víctimas de los atentados del 11 de Marzo de 2004. Atocha (Madrid)

"Podía sentirme afortunada por ocupar aquel puesto de trabajo; no estaba del todo mal pagado y me iba a proporcionar experiencias profesionales muy valiosas. La rutina a veces se salpicaba de desayunos de trabajo que la empresa organizaba en el centro de Madrid y a los que acudían importantes empresarios a escuchar las ponencias de personalidades del mundo político o económico. No sabía aún que uno de esos desayunos me marcaría de una manera tan brutal. De nuevo, el efecto mariposa…

Aquella mañana, la ciudad amaneció gris, como hoy. Conforme apagué el despertador, subí la persiana de mi habitación y me sentí un poco decepcionada. Había elegido para aquel desayuno un traje de chaqueta y una camisa blanca pensando que, a lo mejor, a principios de marzo, Madrid podría sorprendernos coqueteando con la primavera. No fue así; amenazaba lluvia; a pesar de todo, decidí dejarme el uniforme, segura de que con un pañuelo y el abrigo encima resolvería la contingencia climática. Me miré en el espejo y me vi más descansada que de costumbre; cuando no tenía que madrugar tanto para coger el tren a El Escorial y podía salir por la puerta de casa casi una hora más tarde de lo habitual, me sentía de maravilla.

Sólo se celebraba uno de estos desayunos cada dos o tres meses. Cuando terminaban, las compañeras que los organizábamos debíamos regresar al puesto de trabajo en coche particular, más o menos a media mañana, así que, al menos por ese día, no daría los buenos días al real monasterio ni a sus benditas gentes. Y menos mal que así fue y que aquel undécimo día de marzo no viajé, como hacía cada mañana, al rayar el alba, a San Lorenzo de El Escorial. Ahora creo recordar que una moribunda mariposa negra apareció al abrir la ventana de mi cuarto, prendida de la cortina y de su propia vida, como si se encontrara a medio camino entre los dos mundos. Quizá fuera ese un mensaje de Felipe II, diciéndome “ya sabes por qué El Escorial te eligió o lo elegiste”.

Pasaban ya las 7, 30. Intentaba trazar una línea negra con el lápiz de ojos sobre el párpado derecho. Justo entonces un sordo estruendo recorrió toda la casa; mi gesto quedó congelado, mirándose atónito en el espejo del baño. Pensé que habría sido alguna explosión doméstica; ya había habido algún que otro accidente con bombonas de gas butano mal manipuladas. Corrí a la habitación para asomarme a la ventana y comprobar de dónde venía aquel estallido. No me dio tiempo, una segunda deflagración me dejó clavada en medio de mi dormitorio, observando, con estupor, cómo las cortinas, que estaban echadas con las ventanas abiertas, fueron adsorbidas hacia el exterior como consecuencia de la onda expansiva. El eco de aquel ruido resuena aún en mi cerebro. Una sacudida me recorrió la columna, vértebra a vértebra; retrocedí sobre mis pasos y me dirigí a la televisión, convencida de que aquello era una señal maléfica y saldría de inmediato en las noticias. Así fue. A los pocos minutos, la presentadora informaba de que habían estallado varias bombas en la estación de cercanías de Atocha. Sentí que se me desencajaba la mandíbula; si yo, que vivo a varios kilómetros de aquella estación del centro, había escuchado con esa nitidez y fuerza las explosiones, no podía ser más que un terrible indicio de que la capital había reventado por los cuatro costados. Por un instante, imaginé Madrid arrasada, ultrajada en sus más profundas entrañas (después de Atocha, el cercanías transita por los subterráneos atravesando la ciudad de cabo a rabo).

No podía ser verdad, ¿quién sería capaz de atentar contra las gentes de a pie, los de la calle, los esclavos de rutinas diarias y fieles pasajeros del mismo vagón en el mismo tren cada día, sin excepción? A los pocos minutos, se fueron respondiendo algunas interrogantes. Las noticias decían que había habido otras explosiones en las estaciones de Santa Eugenia y El Pozo, además de la que se produjo en un tren que circulaba en las inmediaciones de la calle Téllez. Ésa era la razón por la que mis oídos habían sido testigos del cavernoso estruendo; a tres manzanas de mi casa, en el mismo andén donde cada día esperaba impaciente y somnolienta mi primer tren a Atocha, allí donde, a fuerza de costumbre, habíamos acabado por coincidir los mismos pasajeros casi en el mismo metro cuadrado del día anterior, precisamente allí, se abrieron las puertas del infierno, el mismo del que debieron salir los seres que ejecutaron la inclemente sentencia para nuestra ciudad.

Me quedé petrificada, sentada en el sofá, a medio vestir. De haber terminado un poco antes, ya habría estado de camino al cercanías. Descolgué el teléfono, “mamá, verás que ha sucedido algo espantoso; estad tranquilos; hoy no he salido todavía de casa”. Ni de lejos sospechaban mis padres la magnitud de mi mensaje. Al poco tiempo ya no se pudieron hacer más llamadas ni por teléfono móvil ni fijo. Se empezaron a escuchar sin cesar ambulancias y helicópteros. Abrí las ventanas y vi a mis vecinos, que se habían echado ya a la calle.

Pasaban las horas para mí, hipnotizada por la repetición constante de imágenes atroces, que, lamentablemente, han quedado grabadas a fuego en la memoria del país. No fui capaz de salir por la puerta de casa; no tuve la valentía de acercarme a mi estación a intentar ayudar; quizá temí entonces encontrarme a mí misma tendida en el andén, arrebatada de aliento y vida, dándome cuenta de que yo ya no era yo ni estaba donde creía estar. Alucinaciones transitorias de quien ha visto pasar de cerca la guadaña.

De no haber estado aquel día en el infierno de El Pozo, habría estado en el de Atocha, esperando mi tren a El Escorial. Mi vida había estado abocada a la extinción, hasta que a alguien se le ocurrió celebrar aquella mañana gris de marzo una reunión entre el embajador de Brasil y un grupo de empresarios españoles. Lógicamente, no pude acudir (no habría habido manera de llegar hasta la calle Alcalá en transporte público desde mi casa). No sabía entonces si fueron el azar o el destino los que me habían librado de vivir la tragedia. Murieron ciento noventa y una personas que se habían despertado dispuestas a vivir; otros muchos centenares murieron también un poco, después de haber visto la cara al mal; las almas de todos se oscurecieron para siempre.

Nunca pude saber si entre los muertos se encontraba algún “compañero” de fatigas. Cerraba los ojos y podía ver a la joven de auriculares, al señor de gabardina del día anterior y al grupo de trabajadores charlando. ¿Cómo fue? ¿Qué se debe sentir cuando el fuego y la metralla te arrebatan el aliento a dentelladas? ¿Qué se puede hacer, sino gritar de furia cuando se ve al compañero caído y no se sabe de dónde ha venido el ataque asesino? El mismo caos que colapsó Madrid el 11 de marzo anegó mis pensamientos. Durante meses, me persiguieron el olor a ceniza y la imagen de la mariposa negra en mi cristal.

Me atormentaba pensar en las razones por las que seguía viviendo, mientras aquellos que sí cogieron el tren hicieron, en realidad, su último viaje. Algo de lo que hice o no hice en el pasado reciente había condicionado la cadena de acontecimientos; o, a lo mejor, algo que estaba por suceder explicaba mi continuidad en este mundo. Aquella terrible noche de mi nueva vida no hubo manera de descansar. La tarde había transcurrido agitada; miles de personas se habían concentrado en torno a la Asamblea de Madrid, para manifestar su rechazo frente a la sinrazón. Unos amigos vinieron a darme apoyo y me acompañaron a la calle. Estar rodeada de tanta gente indignada y conmocionada, presa de cierta enajenación, me hizo sentirme dentro de un sueño, de una pesadilla. Ese pensamiento me tuvo paralizada en el silencio de la noche.

Creo que ese día perdí ciento noventa y una razones para seguir adelante y descubrir el siguiente eslabón de mi cadena. Debió ser para todos los ciudadanos de bien una noche larga, de inquietud e interminable angustia por volver a ver el sol.

Y salió el sol, siempre lo hace. Esos primeros días a todos se nos encogía el pecho cuando, al acercarnos a las inmediaciones de la estación de El Pozo, descubríamos unos vagones reventados por el odio, medio cubiertos por lonas. No sé qué intención podía haber en mostrar a la gente del barrio, como en un escaparate, los restos del tren. El escenario se completaba con el tenebroso desfile de cirios encendidos en recuerdo de los asesinados; flores y mensajes pretendían llegar al cielo y hacerles saber que, aunque no les conociéramos, llorábamos su pérdida. Durante muchos meses, esa fue la escena de los andenes. De vez en cuando, alguien, quizá una madre o un esposo, arrojaba a la vía varias rosas rojas como muestra de un amor más allá de la muerte. En los rostros de los viajeros se podía intuir la rabia y el desconcierto. Han pasado los años y yo aún los siento".

domingo, 6 de marzo de 2016

Somos polvo de estrellas...

Cometa Halley, 9 de febrero de 1986

A mi pueblo se podía llegar por carreteras de las que ahora llamamos secundarias. Eran en realidad caminos agrícolas asfaltados. No recuerdo que hubiera arcenes ni que estuvieran pintadas las rayas divisoras de los carriles. Si uno venía de San Javier, se accedía entrando primero a la carretera de Sucina, que aún hoy sigue bordeada por una frondosa hilera de pinos, y desviándose a la altura del cementerio. Cuando nuestro Cientoveintisiete naranja rebasaba la puerta fúnebre para dirigirse a El Mirador, mi mente de niña, impresionable y asustadiza, siempre sentía cierto escalofrío, sobre todo si era de noche, porque entre las rejas negras se podían ver lucecitas rojas, procedentes, me imagino, de esos velones de carcasa de plástico carmesí, tan del gusto de las liturgias religiosas.

Pronto se pasaba la tétrica sensación; las siguientes luces que íbamos a ver serían blancas, un poco tenues, las de las farolas casi recién estrenadas que daban la bienvenida al pueblo, si ya había caído el sol. Pero, hasta llegar allí habría primero que recorrer unos cuantos kilómetros de campos de limoneros, plantaciones de lechugas o alcaciles (que así llaman en Murcia a las alcachofas) y cientos de invernaderos que, vistos desde dentro del coche y a unos 70 kilómetros por hora, daban la sensación de ser un infinito camino blanco, paralelo al asfalto. A mí me parecían tiendas de campaña de plástico basto. Ahora son muy sofisticados, alardes de ingeniería, pero entonces eran una obra artesana, a veces un poco tosca, pero muy eficaz, a la vista de las buenas campañas de recogida de pimientos que se festejaban cada temporada.

Yo no sabía calcular las distancias ni casi medir el tiempo; había un par de cruces de caminos en los que podía salirte al paso un tractor o una furgoneta de trabajo, camuflada tras una buena capa de tierra de color marrón rojizo, nutrida a base de jornadas de campo, señal indiscutible del esfuerzo de su conductor. A veces, en el camino, el coche tenía que sortear algún viejo ciclomotor, conducido con despreocupación y casi imprudencia por algún trabajador o, incluso, hacer parada técnica, obligado por un rebaño de ovejas que, parsimoniosamente, se dirigía al mismo lugar que nosotros; no parecían hacer mucho caso ni a su pastor ni a su perro, que ladraba efusivamente para darles el aviso de que había un intruso sobre ruedas a la vista, de manera que el viaje que podría haberse recorrido en lo que tardaba Julio Iglesias en cantar tres de las suyas en el “casette” de mi madre, podría al final obligarnos, si las dichosas lanudas seguían sin apartarse de nuestro camino, a darle incluso la vuelta a la cinta y escuchar otras tantas del “amante bandido”. También podía suceder que la conducción de mi padre no encontrara contratiempo alguno y no diera ni para terminar la segunda canción, cosa que solía coincidir, mira por dónde, con el día en que yo había convencido a los demás ocupantes de poner la de Mecano.

Y “entre el cielo y el suelo”, como cantaban aquéllos, terminábamos por ver siempre, al final del camino de invernaderos, el perfil dibujado de aquel “mirador” que mis padres habían elegido para otear la vida. Varios acontecimientos familiares que no vienen ahora al caso les llevaron a poner el dedo sobre el mapa de la región, atinando a señalar aquella pedanía desconocida para la mayoría, pero que pronto daría a conocerse en aquellos años ochenta por sus exportaciones agrícolas y su prosperidad, que vino de la mano de la riqueza de su tierra, pero también de la inteligente y sostenible gestión del agua, que aunque por estos lares escasea, es convenientemente distribuida y administrada desde que llega por el trasvase del río Segura, mediante un moderno sistema de regadío, heredero del que ya los árabes nos dejaron para sacar buen provecho de estas tierras del sur.

Desde el primer día, la gente se volcó con nosotros, gente del campo, gente noble y entregada, de la que abre los brazos al de fuera, tanto si viene a trabajar bajo el plástico, bajo el sol o frente al encerado y los pocos pupitres de la escuela, como mi padre, maestro de números, de letras, de geografías físicas y soñadas, otro hombre gentil, de carácter afable y maneras sencillas, que gustaba tanto de la relajada charla con el agricultor como del libro de Sócrates o de la cartilla Palau.

Mucho ha cambiado El Mirador en estos más de treinta años. Entonces, igual que ocurría en cientos de pueblos españoles, aún estábamos despegando hacia lo que sería la modernidad. No teníamos farmacia ni centro de salud; para los menesteres médicos había que desplazarse a San Javier y a San Pedro del Pinatar, si se quería ir al cine o a un supermercado de los grandes. Había lo fundamental, una iglesia, un colegio, un Casino, la carnicería de Mari Puri, la pescadería de la madre de mi amiga Loli y dos tiendas de ultramarinos, “Ca Pepe” y “Ca Concha”. Yo era más de la segunda, que me pillaba más cerca y siempre me dejó, con mirada comprensiva y sonrisa de regañina, que dejase “apuntado el bollycao”, cuando no llevaba encima los cinco duros que costaba. Ya con apenas siete años hacía yo la compra a mi madre, aunque por el camino de regreso a casa terminase perdiendo siempre quinientas pesetas, de las del billete azulón (demasiada encomienda para la zagala del maestro, que apenas levantaba un metro del suelo).

Aunque la tienda de Concha y Pedrín estaba al cabo de mi calle, la que se conocía con el nombre de “Mayor”, aunque en la placa que había en la pared luciese el de “Calle de Rosario Bernabéu”, en el corto trayecto hasta nuestro piso, que no llegaría a los cincuenta metros, de todo me podía pasar. Menos mal que detrás del cristal de alguna ventana siempre habría alguien para darse cuenta del despiste, caída o travesura: Francisca, mi catequista, aquella mujer de maneras cuidadas que practicaba vida sosegada y en soledad; la abuelita de mi amiga Lourdes o Concha, la de la tienda. Ella llevaba la alimentación y droguería, y ya en los últimos tiempos incluso los artículos de papelería y la venta de tabacos. Su marido, Pedrín, era quien regentaba el bar contiguo a la tienda, entre cafetería y heladería, y siempre lugar de reunión para los hombres del pueblo, los del puro y el dominó. Y allí en “los pisos” vivía el maestro don Manuel, con su mujer y sus hijas, pared con pared con Sebastián, el director del único banco del pueblo y entrenador, en sus ratos libres, de los chavales que empezaron a jugar al fútbol más allá de la verja del colegio o la pista de tierra del descampado de la calle de atrás.

Aquel edificio de ladrillo rojo y dos alturas donde vivíamos, moderno a más no poder para los tiempos que corrían, compartía su patio de luces con el de la casa del cura y de la iglesia, donde había varias palmeras plantadas que servían de resguardo a los gorriones y pajaritos mañaneros; entre el canto y las campanas de la misa de los domingos no había quien parase en la cama más allá de las 10 de la mañana. Los días de diario, uno ya andaba acostumbrado a escuchar cómo el reloj de la iglesia iba dando las horas y las medias. Yo creo que hasta los cuartos. En torno a “los pisos del Montes”, bautizados con el nombre de su propietario, sólo había casas de planta baja, adosadas unas a otras, como un rosario dibujando  cada una de las calles. Y tres calles por detrás, se hallaba el otro edificio que tenía el pueblo, rodeado igualmente de viviendas unifamiliares de las de entonces, nada de dúplex ni chalet, que esos vinieron mucho después. La otra gran construcción en ladrillo rojo era el colegio, que se levantaba a las afueras, donde estaban a punto de extenderse de nuevo los plásticos del pimiento.

Plaza de la iglesia de El Mirador (San Javier). El edificio de dos plantas que asoma por la izquierda es en el que yo vivía con mi familia.

Y allí transcurrieron muchos años. Desde casa al colegio tardábamos andando apenas diez minutos; teníamos que cruzar, como ya conté en una ocasión, una rambla, que ahora está ya pavimentada y tiene pistas de fútbol y parque infantil, pero que entonces era de tierra, con higuera y almendros incluidos, que daban buena sombra y servían de recatado resguardo para los primeros besos de pubertad. Atravesábamos ese cauce artificial, que tantos sustos nos daba cuando venía la riada con las lluvias torrenciales del mes de septiembre, porque si se desbordaba parecía señal de ser el acabose; mi padre, don Manuel el maestro, abanderaba la marcha de las 8, 45 de la mañana, camino del cole, seguido, como el flautista de Hamelin, por una buena recua de críos que habían ido saliendo de sus casas conforme la comitiva escolar iba avanzando. En esas pequeñas caminatas hubo veces en que me sentí bien orgullosa de mi padre, el que nos llevaba y enseñaba verdades mirando las hojas de la higuera. Él nunca me dio clase, por eso de evitar el favoritismo familiar, pero siempre sentí, aun cuando era pequeña y apenas me enteraba de la misa la media, que a mi padre se le quería en El Mirador. Los chavales le apreciaban porque era un hombre cercano y sabio. Conservo una fotografía que se hizo con un par de alumnos gitanos y tengo en la memoria también la anécdota que siempre contó sobre ellos: “A mí me dijeron, ay, payo, danos uno de esos billetes azules que tienes (de 500 pesetas) y, claro, nena, no pude decirles que no. Y así los tuve mucho tiempo, detrás de mí y de mis billetes azules, como si me sobrasen”. Y es que, en aquella época, un maestro ganaba cincuenta mil pesetas, unos trescientos euros, que nos da ahora la risa.

Las muestras de afecto y agradecimiento hacia el maestro podían venir de muchas maneras. Los miradorenses nos invitaban siempre a sus festejos y celebraciones, como si fuésemos de la familia. Y, al final de curso o en Navidades, se honraba al tutor con una cesta, un buen cajón de brócoli, pimientos o alcaciles de primera y eso no es un regalo, es un regalazo. O bien aparecía por casa un conejo vivo, tan mono él, como obsequio destinado a un trágico final que mi madre ni sabía ni estaba dispuesta a darle. “Manolo, yo no lo mato”. Y en la galería andaba saltando el pobre animal, esperando a que alguien tuviera el valor de asestarle el golpe de gracia… Nunca supe muy bien qué fue de él; sospecho que mi madre lo dejó escapar escalera abajo, para que terminara perdiéndose por el campo de atrás. Lo mismo hacía con mis periquitos; les daba pena y terminaba soltándolos para que hicieran amistad con los canarios del patio de la iglesia, los cantarines de la palmera que hacían de coro a las campanas de la misa… A mi madre, por cierto, también se le tuvo mucho cariño, como profesora y como artista. Hace apenas unos años, en el centenario de la iglesia, el pueblo tuvo la gentileza de regalarle una placa en agradecimiento por el escudo de la localidad, que con tanto cariño mi madre diseñó y regaló más de veinticinco años atrás. Ya en él se podía leer el lema que hoy llevan por bandera: “El Mirador, huerta del Mar Menor” (bueno, ahora son “huerta de Europa”, según reza la rotonda que en la actualidad da acceso al pueblo). El dibujo de un limonero corona el de la fachada principal de la iglesia, emblemas ambos de lo que eran y son en este pueblo de tradición agrícola.

Son muchos los nombres que resuenan en mi cabeza, los de las amigas de la comba y el elástico, con las que a veces peleé tanto y que hoy cuento entre mis confidentes y aliadas; los de los niños que cuando era pequeña me hicieron rabiar y reír a partes casi iguales; los de los maestros de la escuela, que eran pocos y bien avenidos, la panadera, el ferretero, la tendera, la de las golosinas, “el Rojo” (el de la cuba, que repartía con su camión cisterna agua para todos, cuando no había aún agua corriente); Hortamira, Centramirsa o "El Dulze" templos de la exportación hortofrutícola, la droguería de Olmos, que tantos años ostentó el cargo de alcalde; la panadería de Los Pinos, donde voy ahora con mi hijo mayor cuando vamos de vacaciones para que se entere de lo que es un “pan moreno” de verdad… Y tantos otros que han terminado por difuminarse con el paso del tiempo, pero que forman parte importante de ese entretejido de la memoria… Si tuviera que elegir una imagen escogería la de la fachada de la iglesia y la de los pinos que bordean la verja del colegio, que ahora miden más de cinco metros, pero que plantamos los niños en aquellos años ochenta. Nos llegaban por nuestra cintura infantil y ahora rozan casi el cielo. Y, si se trata de rescatar olores, viene en seguida el olor intenso a pimiento, sobre todo el verde, cuando está en la mata dentro del invernadero, con esa atmósfera enrarecida que acentúa el perfume, o el de las plantas de hinojo que había en los bordes del camino y que arrancábamos para chupar y refrescar la boca con su agradable sabor.

Pero, de entre los muchos días felices de mi infancia en El Mirador, hay uno cuya imagen ha regresado a mí, como si fuese una captura de pantalla y eso que el recuerdo llega desde el siglo pasado. Antes de la revolución tecnológica y de la comunicación globalizada, cuando sólo había cámaras de fotos analógicas, con suerte de la marca Kodak, y no existían los teléfonos móviles (en mi casa no había ni teléfono fijo; para llamar nos íbamos a la cabina o al teléfono público del Casino de pueblo), cuando el conocimiento llegaba sólo a través de “la Espasa Calpe” o “el Larousse” o, en su defecto a través de la clase del maestro, y con un único canal de televisión, a la vida sosegada del campo podía pasarle por alto hasta el acontecimiento astronómico más relevante de finales del siglo XX.

El 9 de febrero de 1986, el cometa Halley y su brillante estela pudieron observarse nítidamente desde nuestro Planeta; orbita alrededor del Sol y puede ser avistado cada 75 años, recordándonos lo pequeños e insignificantes que somos, pero también lo afortunados que debemos sentirnos por poder presenciar y disfrutar de un espectáculo estelar así. Y como no había “smartphones” ni andábamos abducidos aún por las pantallas de “Apple”, no había otra que dejarse atrapar por la situación y clavar los ojos en la inmensidad del cielo. Para los niños de El Mirador ochentero fue mi padre el maestro de ceremonias del cometa; se encargó de avisar boca-oído a todos cuanto pudo, para terminar reuniendo al final de aquel día a un grupo numeroso y diverso de jóvenes curiosos. Subimos al edificio más alto del pueblo, o sea al terrado de mi casa, y allí, bajo aquella bóveda diáfana y centelleante, mi padre comenzó a explicarnos qué era un cometa y qué tenía de especial el que estábamos a punto de ver pasar. Yo veía que mis amigos del colegio le escuchaban con atención, y juraría que con admiración, y sentí una gran satisfacción y orgullo por ser su hija, por tener en casa un maestro de estrellas que embelesaba al tiempo que explicaba. Me sentí importante a su lado. Todos nos sentimos aquella noche especiales, al paso de aquella impresionante estela. No hizo falta fotografiarla ni compartirla en “Twitter” o “Facebook”; aquella imagen quedó grabada a fuego en nuestras retinas, en nuestro disco duro interno de niños de pueblo que se convertirían en adultos, y a veces víctimas, de la moderna globalización. Ese 9 de febrero, el Halley surcó la noche miradorense y, quizá sin pretenderlo, nos llevó de viaje al futuro, a lo que hoy somos.

Gracias, El Mirador, por tan bello recuerdo. Gracias, papá, allá donde estés, por haberme hecho sentir especial siendo la hija del maestro. Quién sabe si para 2061, cuando se prevé que el Halley se deje ver de nuevo por la Tierra, seré yo, ya octogenaria, quien enseñe el cielo a los nietos o biznietos. Miraré a la infinita noche y te saludaré cuando pases, papá.

martes, 1 de marzo de 2016

Neuroeducación. No a la "enseñanza bulímica"


Esta tarde mi hijo mayor ha roto a llorar muy angustiado porque le han dicho que mañana tiene que hacer una prueba muy importante. 

Manuel está en 3° de Primaria, en el que ya se ha implantado la LOMCE. Una de las principales novedades de esta reforma legislativa es que se realizan evaluaciones externas al final de cada etapa educativa, en 3° y 6°, en el caso de la educación Primaria. Los resultados obtenidos quedarán reflejados en el expediente académico y pueden determinar si un alumno repite curso.

No creo que mi hijo tenga problemas para el aprendizaje. Lo veo motivado con sus estudios; le gusta aprender y enmendar sus errores. Tiene buenos resultados en los exámenes. Lo de mañana creo que es sólo un ensayo de cara a esa reválida, que será en junio. 

El pobre quería estudiarse todas las matemáticas del curso esta tarde, porque la profesora les ha asustado con la idea del suspenso. Por supuesto, le he dicho que de estudiar hoy, nada de nada; mañana tiene que intentar hacer el examen despacio, poniendo atención e intentado demostrar lo que sabe. "¿Tú has visto que a mí me preocupe esa prueba, hijo? Además, si suspendes, no pasa nada... Ahora mismo, a la clase de baloncesto o a dar un paseo, pero nada de pretender encerrarte a estudiar todo esta tarde (les han avisado hoy de que mañana es ese ensayo)".

Esta "dichosa" LOMCE, tan traída y llevada y casi siempre criticada, algo bueno tendrá, pero sigue cayendo en el mismo error que las demás leyes educativas españolas. No dejéis de ver el vídeo de la plataforma "Yo estudié en la pública", en el que el pediatra y miembro del observatorio para las innovaciones en el ámbito educativo, Javier Blumenfeld, habla, entre otras cosas, sobre la "enseñanza bulímica", que atiborra a los alumnos de contenidos para que ellos después los "vomiten". El vídeo sobre Neuroeducación trata también de los distintos tipos de inteligencia y estilos de aprendizaje. La memoria es importante en el proceso de enseñanza y aprendizaje, pero como parte de un sistema que requiere antes de comprensión y análisis. Si no se da una verdadera interiorización a través de las llamadas "neuronas espejo", el cerebro eliminará por una cuestión de economía aquellos contenidos teóricos que hayan sido memorizados sin más, por considerarlos innecesarios. Se nos rompe la boca a todos hablando de tabletas, pizarras digitales y aulas virtuales y seguimos con los cauces académicos convencionales de hace dos siglos. 

Miles de chavales están condenados a salir del sistema educativo porque sus inteligencias procesan de otro modo, necesitan de otros canales y métodos de estimulación cognitiva, vibran en otra frecuencia y, a los ojos de la enseñanza tradicional, parecen incapaces o, incluso, indiferentes. En los países nórdicos se dieron cuenta hace tiempo de lo inapropiado e ineficaz que es intentar que los todos los niños, por norma, escriban con 4 años y lean, sí o sí, con 6... También se nos rompe la boca hablando de Finlandia... En España, también hay quienes vamos abriendo los ojos. En la mente de todos, César Bona, el maestro de Zaragoza que ha sido reconocido como el "mejor profesor de España". Los docentes necesitamos formación específica para ponernos al día en este sentido, en las metodologías de las que nos habla la Neuroeducación. Quizá así podríamos dar una mejor respuesta a los alumnos con trastornos de déficit de atención (TDA), por ejemplo.

Si mi hijo, que hasta el momento tiene una buena trayectoria y es un niño sereno, nada melodramático, se ha sentido así de angustiado solo por un examen, me pregunto qué pasará con otros niños que tengan dificultades o que, simplemente, requieran de otros estilos de enseñanza-aprendizaje.