miércoles, 16 de noviembre de 2016

Consolación (Epílogo a "Demonios encarcelados").

"Consolación", Edvard Munch, 1907


Querida Eva:

Puede que no lo creas, pero el día que tú naciste fue el más maravilloso de mi vida. Recordaré siempre ese primer instante en que te tuve sobre mi pecho, recién llegada, envuelta en una toalla, con los ojillos aún cerraditos, que mira que me costó verte con ellos abiertos, porque parecía que te resistieras a conocer el mundo y desearas volver al vientre, para quedarte allí bien protegida de tristezas, de golpes, de los sinsabores que nos quedaban por delante.

Ninguna madre sabe muy bien cómo ser madre, ¿sabes? La naturaleza te va guiando; lo más fácil es dar de comer a un hijo cuando se intuye que tiene hambre, taparlo para darle calor y curar las heridas cuando se cae. Hay veces que escuchamos un llanto desconsolado y no sabemos qué dolor debemos calmar... Un médico nos orientará y nos dará una medicina, la inyección que todo lo cura, la receta para devolver el buen color y la temperatura a los hijos.

Pero, ¿Qué hacemos los padres cuando no hay fiebre ni herida abierta que curar; cuando la hija se nos aparece como alma en pena por el pasillo; cuando la oímos llorar en su cuarto; cuando preguntamos "qué te pasa" y no hay palabra de vuelta; cuando pongo un plato caliente en la mesa y lo apartas; cuando te compro un pantalón y me lo lanzas a la cara; cuando me niego a verte siempre vestida de negro con el pelo en la cara y me gritas e insultas; cuando me enfado porque sólo te veo con una manzana y una botella de agua;  o al entrar, creyendo que estudias, te veo en esas páginas de Internet donde salen chicas esqueléticas?

¿Qué hago, Eva? Dime tú cómo podía ayudarte. Yo sólo sé que se me salta la piel de las manos a tiras  de tanta lejía, estropajos y fregonas; desde que tenía apenas tu edad tuve que remangarme y ponerme a trabajar, porque había que comer y salir adelante. Quizá no te entienda porque yo no pude pararme delante del espejo a pensar si me gustaba mi cara; si lucía bonito el peinado o si tenía más o menos caderas. Las chicas de entonces no estábamos para pensar en esas cosas. Claro, a lo mejor, porque no teníamos la libertad de disfrutar de todo lo que tenéis ahora los jóvenes...

No podía conciliar el sueño por las noches de pensar en ti, tan llena de rabia y de frustración. Yo no tengo la culpa -pienso en el silencio de la noche-; yo quería traer al mundo una hija y Dios me dio una criatura maravillosa, pero, me digo, yo no tengo la culpa del color de sus ojos, de los rasgos de su cara o de la forma de su cuerpo. Cada uno es como le corresponde por la herencia familiar, ¿no funciona así eso de los genes? Pues, mira Eva, cariño, créeme que, si es eso lo que te hace sufrir, lo siento; siento no ser perfecta ni especialmente hermosa; lamento mis hechuras de madre entregada al trabajo y no ser rica ni exitosa. Es lo que tu padre y yo podíamos ofrecerte: una vida y los mejores cuidados, sin lujo, ni apariencias que mostrar a todos. ¿Acaso te parece poco?

"La niña enferma", Edvard Munch. 1885


Al principio creí que tu mal no era otro más que el de la insolencia y la ingratitud de una adolescente. ¡Después de todos los sacrificios por sacarte adelante, para comprarte ropa y libros para la escuela; para pagar las clases de gimnasia aunque no llegásemos a final de mes! Se me abrían las carnes al ver lo injustamente que nos tratabas cuando nos ignorabas o, en el mejor de los casos, nos desobedecías.

Yo andaba con el enfado calado hasta en los huesos cuando llegaba a casa y te veía en el sofá, en tu mundo, con los auriculares, sin estudiar, pasando de tus clases de rítmica que con tanto esfuerzo pagábamos. Y, en la cocina, el plato de guiso sin tocar y la nevera, revuelta. Cosas raras -creía-, payasadas de las tísicas de Internet; querrías imitarlas, ¿o no era eso, Eva?

Aquel día debería haberme tragado la tierra para no ver lo que vi; deseé no haber siquiera nacido para no tener que recoger a mi hija del suelo del baño, desnuda, desmayada, embadurnada en vómito y locura. Cogí tu cabeza poniendo mi mano bajo el cuello y te creí muerta, como muertos me parecieron tus brazos extendidos e inertes sobre la fría losa de gres. Y entonces las vi, las marcas, esos cortes hechos vete a saber con qué; no están tiernos, eran heridas ya curadas por fuera, que no por dentro, porque el mal que las ocasionaba estaba instalado en lo más profundo de tu ser... ¡Yo no entiendo, hija! Para mí sufrir es no tener qué comer o no poder pagar mi recibo de la luz... A ti te estaba doliendo el alma y yo (no es que no tenga alma, que de piedra no soy) miro de frente al mundo para poder vivir en él y ahora entiendo que tú sólo sabes mirar para tus adentros, para buscarte o perderte, eso ya no lo sé...

"Desnudo femenino de rodillas", Edvard Munch. 1919.

Quise esconderlo. Nadie podía enterarse de que mi hija había enloquecido y se hacía cortes en los brazos. Ni a tu padre... ¡Que no, hombre, que no, que esto es un pueblo muy pequeño y no hay más que darle alas al pregonero! Ni siquiera a ti te dije nada cuando volviste a tu ser, para que no te avergonzases y también para no tener que enfrentarme a una situación tan extraña para mí. Pensé que lo mejor sería controlarte; pasar más tiempo en casa, aunque tuviera que trabajar menos horas y cobrar menos y, así, no dejarte sola en esos bajones tuyos de asaltar la nevera y castigarte después.

No me valió, porque pronto me llamaron del Instituto. Resulta que tú terminaste estallando allí, contándole a alguien tu vacío y condena y seguro que pensaron "vaya madre debe tener esta chiquilla, qué pena, tan frescos andarán por su casa". Así que, cuando me citaron para hablarme de tu situación, sentí que me estaban juzgando. ¿De verdad alguien cree que podría haber sido mejor madre que yo para ti, Eva? ¿Debo sentirme culpable por no haber sido la madre perfecta? ¿Hay alguna madre por ahí que pueda decirme cómo se tiene que hacer cuando una hija no se quiere a sí misma; desvía la mirada cuando pasa cerca de un espejo; cuando me grita y desprecia porque quizá crea que debería haber sido yo quien la hubiera parido más guapa, más alta, más del gusto de todos? Hija mía, yo adoro tu rostro, la luz de tus ojos, la misma que lucían el día que naciste. Eres una niña aún y tú cuerpo debe desarrollarse y modelarse; no te odies, eres tú y tienes que vivir contigo misma para siempre. No escupas al cielo y a la madre que te trajeron hasta aquí; estarías escupiendo y despreciando al futuro que te hemos brindado. Tienes una maravillosa oportunidad, un camino por delante.

En tu instituto me dijeron que debía llevarte al psicólogo porque, conforme tú lo habías relatado, te encontrabas en una situación extrema. "Voy a volverme loca", le dijiste a tu profesor de Plástica. Me enseñó aquel dibujo que hiciste: Los ojos de esa chica que pintaste no se me parecen a los de mi niña; miran algo que espanta y duele. No hay vida en ellos. ¿Por qué los labios cosidos, Eva? ¿Qué es eso que te corroe tanto y crees que no puedes decirnos? Me dijo el psicólogo que quizá tampoco te habíamos estado ayudando mucho no dejándote ser tú misma. ¿Es eso lo que callas? ¿Son esos los demonios que se esconden en tu cabeza? ¿Es rabia por no poder ser la Eva que sientes que eres o sufres acaso porque no eres como el mundo dice que deben ser las chicas; porque tú querrías seguir dando patadas al balón de fútbol y no tener que competir en agilidad y ligereza con las compañeras de la gimnasia rítmica? ¿De verdad crees que serías más feliz si pudieses llevar una talla 36? Cariño, que los kilos de más y de menos no quitan ni ponen sonrisas; que la vida es otra cosa, ya lo aprenderás con el tiempo. No sé cómo convencerte de que, diga lo que diga una báscula o la etiqueta de tu ropa, tienes unas cualidades maravillosas que deberías cuidar y potenciar. Me dicen tus profesores que en todos los trabajos demuestras una sensibilidad especial; tienes talento con los lápices, también escribiendo. Todo ese mundo que llevas dentro no se alimenta de manzanas ni de hojas de lechuga; pero, si sigues castigándolo, puede que todo en él se marchite para siempre. 

Confío en que sepas escuchar a otros, en que se te caiga la venda que te está cegando y que no pase mucho tiempo, porque siento que te estoy perdiendo. Te sentí ya un poco menos mía el día que tuviste que ingresar en aquel centro de rehabilitación para personas con trastornos de la alimentación. Nunca creí que podría estar días sin poder verte, sin ser yo quien te preparase la comida, aunque apenas comieras. Me dijeron que allí se encargarían de estabilizarte, de enseñarte a comer saludablemente, a cuidar tu cuerpo y tu mente. No quiero que tengas que volver allí; sí, ya sé que te cuidaron y velaron por ti, pero mi niña debe siempre dormir en su cama, comer de lo que hay en casa... Mi Eva tiene que ser feliz con lo que tiene. Los médicos y psicólogos no saben dar besos de buenas noches ni arropar cuando hace frío...

"Pubertad", Edvard Munch 1894.

Deseo con todas mis fuerzas que sigas avanzando, para que un poco más adelante, allí donde esta senda deja de ser de piedra, volvamos a encontrarnos. Espero que entonces, cuando los sufrimientos de la adolescencia hayan quedado desperdigados y olvidados, puedas comprender que, aunque no fui perfecta, soy tu madre y algo bueno, además de la vida misma, puedo llegar a ofrecerte.

Tendré que esperarte en el borde del camino, sentada, rezando para que sepas encontrarme y para que, a pesar de las heridas, puedas reconocerme y perdonarme. Y mientras miro el horizonte para ver si ya llegas, te prometo que yo también me esforzaré para saber escucharte y comprenderte y reanudar juntas, por fin, este viaje.