domingo, 8 de enero de 2017

El niño de la media luna


Con cariño a mi amiga María F. A. y a su hijo Pedro (Madrid, 7 de enero de 2017).


"Tengo a la pequeña Candela pegada a mi espalda, tumbada, buscando el calorcito de mamá mientras duerme. Sentirla detrás de mí y a ti, delante, dentro de mi vientre, me inquieta... ¿Cómo haremos para compartir este espacio de sueño cuando tú llegues? Y ya queda poco; por favor espero que no te hagas de rogar, porque casi prefiero pasar las noches en vela pegadita a tu cuna o procurándote alimento a la luz de la luna que seguir sufriendo este insomnio, el de quien espera y desespera mientras siente el cuerpo al borde de la erupción, la tripa pesada, las piernas lentas y el corazón bombeante. Y tú, mientras, lanzas el mensaje, un aviso nítido que suena casi a tambor tribal, puñito arriba, rodilla abajo, vibra y se ondula el perfil de esta montaña con ombligo, como llama tu hermana al lugar donde anidan los nombres del futuro, las nuevas hojitas del árbol de mi genealogía.

Casi cuarenta semanas ya, mirando el calendario, leyendo incansablemente sobre este milagro de la vida; gestando, primero casi como una ensoñación de la que apenas tengo constancia, salvo por la exploración del doctor y el aleteo que sentí cumplidos los tres meses. Después, como evidencia creciente en mi volumen, en el de mi cuerpo y en el de la felicidad, que ya no me cabe ni en el pecho ni hay sonrisa suficientemente amplia para expresarla. Demasiados días velando por que crezcas sano y fuerte para cuando llegue el momento de estrenar mundo y pulmones. Hasta entonces, yo soy tu alimento, tu abrigo y cobijo, tu atmósfera interna... Y, por eso, cuido cada movimiento que hago, cada alimento que tomo y cada pensamiento hermoso que pueda hacerte sonreír ahí dentro. Sé que funciona así, seguro, pude verlo en la última ecografía, en la que tú, apenas ya sin poder mover las manitas, despejaste la hermosa redondez de tu cara para que yo pudiera verla, sonriente, feliz, porque tu mamá tenía en ese instante el corazón y la mente rebosantes de amor.

Pero, hasta ahora, has sido solo eso, una silueta blanca y encorvada sobre fondo negro y, a ratos, corpórea y anaranjada, como en las nuevas ecografías; un latido acelerado sobre el gráfico de la pantalla; cifras, longitudes y perímetros que aseguran que nacerás sano... Y yo ya necesito tu calor sobre mi pecho; el peso de tu pequeño cuerpo entre mis brazos y sentir el tacto algodonado de tu piel de bebé. Aunque te reconozco que a veces siento miedo, porque pienso que igual no sabré muy bien cómo ser una buena mamá de dos polluelos al mismo tiempo. Cuando tú llores por querer comer o porque tengas frío, Candela querrá jugar a las muñecas o salir de paseo... Y yo querré desdoblarme y procuraros todo cuanto necesitéis y no siempre podré tener el don de la omnipresencia... Por eso creo que dicen las abuelas aquello de que, con los hijos, no hay nada que repartir, porque el amor siempre con ellos se multiplica. Deberían multiplicarse también las manos y sus caricias, para que siempre tengáis quien os rescate y calme, pero también quien os reprenda si os ponéis en peligro por no escucharme y querer volar aún sin alas...

Son las 3 de la madrugada. Estoy recostada sobre mi lado izquierdo, así que tengo tan aprisionado el corazón que, a intervalos, parece querer zafarse de mí y se rebela, bombeando con tanta fuerza que siento que se me va a escapar hasta el alma del sobresalto con su cambio de ritmo. Trabaja a toda máquina, para mantenernos calientes y preparados, a ti y a mí.

Me duermes por dentro; te imagino acurrucadito, vuelto hacia mí, en esta media luna, creciente y naciente, que forma ahora mi tripa al reposar sobre el colchón. Ya no sé ni cómo poner las piernas para no entorpecer la vida nueva que espera durmiendo entre ellas.

Siento que me sobra cuerpo por todas partes o, quizá, mi cuerpo es el que ya se desborda por los cuatro costados. Los muros de contención, piel, músculos y emociones, al límite. El resorte de las lumbares puede saltar por los aires de un momento a otro. Y en ese preciso instante en que arqueo la espalda para descargar la presión, siento un latigazo fulminante que me atraviesa por dentro, rompiéndome. No, mi niño, espera, que de noche todos descansan y no parece que nadie vaya a saber ayudarme. Creo que ya no hay ni medio paso atrás. La vida no se programa, al menos no la de esta criatura. Llegará cuando la naturaleza lo ordene y dé por inaugurada la gran eclosión... Ya no es una sospecha, debo avisarles. Mi pequeña sigue dormida. Mi guardián, que lleva meses como un noctámbulo, velando mis movimientos y malestares, parece justo ahora un prisionero del sueño al que nada parece que vaya a inquietar. ¡Me duele mucho!", le grito al oído sin querer gritar, apretando los dientes y triturando con ellos la "ch", como si así fuera a aliviarse esta punzada. He conseguido liberarle del pesado abatimiento que le tenía inmovilizado. Abre los ojos, me mira incrédulo. "No, no puede ser, se nace por la mañana, con la mente clara...". Decido dejarle reaccionar y desperdiciar si quiere unos segundos. Yo debo ponerme por lo menos en pie. Tan pronto me incorporo e intento abandonar la cama, siento cómo se rompe tu cunita de agua, que me empapa primero, me surca las piernas y termina activando la alerta definitiva. "¡Levántate ya, por favor, y cógelo todo. Date prisa o verás a tu hijo nacer aquí mismo!".

No puedo apenas pensar. Ahora solo es importante llegar a tiempo, antes de que sienta que se me abre el vientre en dos mitades, la tuya y la mía. Pero, tú, mi pequeño, parece que quieras derribarme con un solo empujón, el definitivo, el que te deje coronar, aún sin laureles, la gloria de tu nacimiento. Dame una tregua para que pueda disfrutarlo, para aliviar estos dolores y calambres que se empeñan en arrebatarme la sonrisa del rostro, porque yo quiero que, cuando salgas y me veas, sea mi cara una fiesta de bienvenida. "La carretera está vacía; te ruego (con "r" multivibrante e imperativa) que des alegría a este coche". Se me han debido escapar las furias contracturadas por la mirada porque, de repente, tengo la sensación de que por fin volamos al hospital...

No podrán calmarme porque ya estás en la puerta, así que, una vez tumbada, no habrá más camino que el de las luces fugaces del techo, que me llevan a tu alumbramiento. Tu padre viene detrás, corriendo, ya le dije que parir no tiene horario ni programa previo, esto es la vida en directo. Sonrío confiada. No tengo miedo. Sé que saldrás a escena en una maniobra casi teatral, limpia y perfecta, sin más exceso que la máscara fluida, entre roja y blanca, con la que vienes a ver el mundo, por si aquí hace frío. Y lo hará, porque ya por fin te oigo llorar, con fuerza, inspirando por primera vez oxígeno gaseoso. En esta sala, todo huele artificial, menos tú. Créeme, en medio del campo, en primavera, respirar te parecerá hermoso y desaparecerá el llanto.

Ya te traen, arropadito, sólo con la cara al aire, todavía sin limpiar, y te ponen sobre mi pecho descubierto. No existe el dolor ni la angustia en este maravilloso instante. No hay pensamiento ni palabra que puedan dar forma a la sensación que me embarga. Ahora es a mí a quien se le escapan las lágrimas, no por enfado, sufrimiento ni pena. Es amor lo que humedece mis mejillas mientras te miro y te arrullo en esta otra media luna que forman ahora mis brazos al rodearte. Creciente, porque se irán ensanchando contigo, y menguante, para guarecerte si sientes frío. Mirad todos a Pedro, mi niño, el de la media luna".




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