lunes, 26 de junio de 2017

Rubén Darío y el entierro de la sardina


No vamos a negar que el final de este curso ha resultado especialmente exigente, por el nivel de cansancio que se ha respirado entre alumnos y profesores, pero sobre todo por las altas temperaturas a las que nos hemos visto sometidos dentro de las aulas. ¡Qué asfixiante y angustioso estar a primera hora con la tiza derretida y las neuronas líquidas!

Menos mal que siempre nos queda la cafetería de Susana, para charlar y refrescar la amígdala (la de la garganta y la cerebral) y coger fuerzas para el remate final del día. Entre trago y trago de refresco helado, cuenta Nerea, nuestra profesora de Biología, lo mucho que le está gustando la experiencia docente. "Ah, qué cosas -apunto yo- si supieras que yo también empecé a estudiar ciencias biológicas... La asignatura más sugerente, la Botánica, sin duda".

-¿Cómo? ¿Nuestra profesora de Lengua hizo Biología? Algo no me cuadra... Cuéntame, que me intrigas...

De repente, se agolpan recuerdos difusos de otro final de curso, el de 1997, cuando empecé por segunda vez Ciencias Biológicas en la Universidad de Murcia. Hasta allí llegué guiada por la inmadurez, la inseguridad y la osadía de quien, a pesar de resistirse a los contenidos científico-matemáticos, decidió matricularse en un BUP y COU de ciencias, con el convencimiento de estar asegurándose un pasaporte directo al futuro y al éxito. En aquellos años 90 recuerdo que ya se nos vendía que las ciencias, el inglés y la informática eran los nombres del triunfo del nuevo siglo. Sin duda, aquello terminó convirtiéndose en verdad, aunque no en mi verdad.

Peleada con el galimatías de matrices, derivadas, integrales, fórmulas, enzimas y aminoácidos, llegué medio enloquecida y desbaratada a mi primer año de universidad. Conseguí el 5,9 en la selectividad que me permitía matricularme en Biología, aunque haga falta aclarar que este resultado, entre lo mediocre y pseudoaceptable, se debía a las calificaciones sobresalientes obtenidas en las materias troncales y obligatorias por aquel entonces, Lengua, Filosofía e Inglés. Sólo en aquella ocasión me sentí hermanada y favorecida por la aritmética, que permitió compensar mis deplorables resultados en las materias específicas, o sea en Matemáticas, Geología y Biología, en las que me estrellé con todas las letras.

"¿Qué hace una chica como yo en un sitio como este?", debí pensar el día en que me vi sentada en un hemiciclo junto a otros quinientos más, delante de la pizarra infinita de la clase de Estadística de 1° de Biología. Salía a tomar aire, o a boquear como un pez, a la puerta de aquella aula, con cara de haber asistido a una clase de arameo de nivel experto, con el alma abofeteada de numérica realidad, con una angustia indescriptible, como si me sintiese en medio de una pesadilla sin salida...

Anduve perdida en aquel escenario, engañándome a mí misma, engañando a mis padres, ocupando un pupitre y una plaza de laboratorio que no merecía ni deseaba; cada día tomaba más consciencia de aquella farsa y de mi ineptitud académica.

Acudía puntualmente a mis prácticas de Botánica o Zoología, con el falso "postureo" de querer ser como los frikis de la bata blanca que se flipaban con cada "visu" de hojas de árbol o rajando el vientre a una incauta sardina. Mirando esa cubeta blanca sobre la que andaba recostado con la tripa boca arriba el pobre pececillo azul, mi compañera debió adivinar que "la cara anchoa" de su izquierda estaba al borde de la náusea y casi la depresión.

Yo también lo supe ese mismo día. Ignoraba qué me tendría preparado el futuro, pero yo ya habría apostado la vida a que no iba a ser ni destripadora de sardinas ni feliz recogedora de hojas campestres. Para mí, el bucolismo era otra cosa...

Llegué a casa desolada. Vivía en un pisito de alquiler en Espinardo, el pueblo más cercano al campus universitario. Compartía la casa con otras dos compañeras, una estudiante brillante de Veterinaria y otra de Químicas, que entre números de laboratorio parecía andar el juego. Con aquel contexto, andaba más retraída mi poética espiritual ;)

Mi único remanso en aquellas horas bajas lo hallaba en casa de mi vecina de arriba, una muchacha de mi edad que vivía junto a sus padres y hermanos. Siempre me abrían las puertas de su casa con admirable hospitalidad y cariño. Ya en su dormitorio y cuarto de estudio, Arancha me relataba sus avatares en la Facultad de Letras. Estaba en su segundo año de Filología Hispánica y siempre hablaba con apasionamiento y orgullo de su carrera. Solía mostrarme algunos trabajos de materias como Psicolingüística o Lingüística Aplicada, de las que hablaba con verdadero interés y efusión, o bien me hablaba de sus clases de Literatura Hispanoamericana con el catedrático Victorino Polo; que si Machado, que si Rubén Darío, que si Lugones... Yo la miraba embobada, con envidia y tristeza de saber que yo no tenía nada de lo que poder hablar con entusiasmo ni con ligera profundidad. No me dejaba corroer del todo por aquel insano sentimiento porque cada tarde volvía a la casa de mi amiga Arancha a que me deleitase con sus versos y explicaciones sobre morfología y léxico, palabras entonces extrañísimas para mí.

"Oye, ¿tú crees que yo podría acompañarte un día a una de esas clases tuyas de Literatura? Quizá si pido permiso para entrar al profesor ese del que me hablas... (Comenté ingenua, sin caer en la cuenta de que, en la universidad pública, la asistencia a las clases es optativa y la entrada, libre").


Facultad de Letras, Universidad de Murcia


"Claro, Emilia, vente conmigo, que te va a encantar". Y allá que me fui con ella hasta el campus de la Merced, en el centro de Murcia, donde se encuentran las facultades de Derecho y Letras. Ya arreciaba el pesado calor murciano al final del segundo cuatrimestre del 97. Para los estudiantes se antojaba más apetecible y productivo pasar las horas en la biblioteca para preparar los finales. Con todo, aún había un grupo de valientes que se empeña en exprimir al máximo las clases, quizá también con la intención de preservar la imagen que el profesor tuviera de ellos. Nadie, además de Arancha, sabía quién era aquella chica nueva que apareció en la puerta de la clase de Hispanoamericana. No tenía por qué haberme identificado como extranjera académica, pero a mí me pareció correcto y prudente pedir permiso a aquel señor profesor, al que muchos alumnos tenían por hombre sabio y otros tantos por hombre severo e inaccesible. "Mire usted, soy menganita y estudio "cosas de sardinas", pero no me siento feliz. Veo que mi compañera, que es alumna de esta Facultad, viene contenta a escuchar lo que aquí cuentan, y pensé que si probaba a entrar igual a mí también me seducía y emocionaba el asunto. Y venía a preguntarle si puedo entrar hoy de oyente, aunque no esté matriculada...". Con un libro estrechado contra el cuerpo por sus manos, como muchas otras veces lo vi, me devolvió una leve sonrisa y me invitó a entrar.

No recuerdo con nitidez el contenido de aquella clase, si fueron los versos de Machado que el profesor Polo recitó con ocasión de alguna de sus anécdotas edificantes; si la referencia a una poeta que luego conocí, de nombre Sor Juana Inés, o el tono aparentemente distendido de la sesión, en la que el maestro interpelaba a los pupilos sobre distintas ideas poéticas... Yo salí de allí cautivada por la atmósfera. Miré a Arancha y le dije: "ahora, solo falta convencer a mis padres de que este es mi camino y que, como dijo el poeta, no hay más opción que andarlo para que sea definitivamente el mío".

En los días siguientes pude dar forma, a fuego lento, a mi nuevo proyecto. Una vez que tuve el apoyo familiar, solo quedaba pasar del todo la página y proceder al "entierro de mi sardina", un ritual que me permitiría cerrar una etapa, decir NO a lo que me había estado lastrando académica y emocionalmente y dar la bienvenida a mi nueva vida.

En este inexplorado mundo, que orbitaba en torno al aulario de la Merced, tuve la suerte de descubrir la hoja de ruta que me encaminaría al futuro. Conté con magníficos profesores que me enseñaron a descifrar el significado de las palabras, a analizar su estructura, a sentir su mensaje, la sintaxis del discurso y la poética y el arte del decir. José Perona, Jiménez Cano, Pilar Díez de Revenga, Mercedes Abad, Victorino Polo, Sánchez Rosillo o Vicente Cervera, entre otros muchos, son los profesores que fueron salpicando y enriqueciendo mi nuevo camino. Al último de ellos, a mi querido Vicente, creo que le debo mucho de mi modesta formación, pues fue con él con quien descubrí a Rubén Darío, en todas sus facetas, la preciosista y la íntima y "fatal"; su mirada "sentimental, sensible y sensitiva" y unos versos para mí definitivos y que siempre refiero a los alumnos confundidos: "Ama tu ritmo y ritma tus acciones, así como tus versos/ Eres un universo de universos y tu corazón, una fuente de canciones".



Por fin había descubierto mi ritmo, mi universo interior, y con él, las respuestas que tanto tiempo había estado buscando. Arancha fue mi primera guía; los maestros en Letras, los siguientes. Aún tuve una etapa de búsqueda después de terminar la Licenciatura; cuando muchos compañeros tomaron ya la decisión de opositar para ser profesores de Secundaria, yo quise reformularme profesionalmente y probé a formarme y trabajar como periodista. Aunque recuerdo con cariño aquellos años de redactora y reportera, debo reconocer que ahora que ando entregada a la docencia es cuando puedo decir bien alto "amo mi ritmo y ritmo mis acciones", porque ya encontré la fuente de donde brotan todas las canciones, la que da razón a mi vida.

Soy profesora porque un día tuve la valentía de quemar mi sardina y zambullirme en el universo de un tal Rubén Darío, que me raptó para siempre entre los versos de una hermosa Sonatina. Animo a todos los estudiantes que se sientan desorientados o desmotivados a que no dejen de buscar su ritmo, su melodía interior, pues ella será la que les conduzca a la legendaria fuente de las canciones.

miércoles, 21 de junio de 2017

Queridos graduados, el futuro es vuestro...

 21 de junio de 2017
Queridos alumnos:
Muchas veces me habéis preguntado cómo era yo a vuestra edad. Pues, dejadme que os cuente… Un recuerdo regresa. Barcelona y Sevilla fueron las ciudades protagonistas de aquel año 1992, en que yo tenía vuestra misma edad; y lo fueron porque, como os habrán contado, España fue sede de los Juegos Olímpicos y de la Exposición Universal. Con quince años, yo pertenecía, sin ser consciente de ello, a una generación que representaba los anhelos de modernidad de nuestro país. A los ojos de nuestros padres y abuelos, nosotros, los que nacimos después de la dictadura, simbolizábamos el cambio en todos los sentidos. En esos “dorados años 90”, los quinceañeros apenas nos diferenciábamos de vosotros, creedme. Bueno, salvo por unas cuestiones de estética y técnica, porque nuestro “look” era más convencional y porque, hace veinticinco años, ni soñábamos con teléfonos móviles ni con la posibilidad de “navegar” por el ciberespacio (si pudiera viajar en el tiempo y contarme a mí misma algo sobre Internet, me tacharía de majadera, seguro).

Éramos modernos por estudiar en centros públicos mixtos, por tener cada vez mayor acceso a la universidad, viajar (los más afortunados) a estudiar inglés al extranjero, ir a campamentos de verano… y ¡tener un reproductor de CD en casa! Todo un lujo para muchos, no creáis. Ahora, en pleno 2017, todo eso se da por sentado; cada día que pasa se moderniza el día anterior. Vivimos en “digital”, en una versión 2.0 que además de enredarnos en lo social nos lanza al vacío virtual. Yo crecí en analógico, cuando la game boy y loswalky-talkies profetizaban los tiempos modernos que estaban por llegar.
Lo que quería contaros sobre aquel año 92 era que yo estudiaba el equivalente a vuestro 4º de la ESO (equivalente sólo en edad, porque a mí me quedaba aún un año para completar la etapa de estudios de Bachiller). No era precisamente una alumna ejemplar y no sabía muy bien por qué caminos quería que transitara mi vida. Tampoco me preocupaba. Me sentía rebelde y adolescente, aun sin whatsapp ni Instagram ni Facebook. Las cosas se vivían más cara a cara; ¡madre mía, si hubiera tenido un móvil con conexión a internet por aquel entonces…! Todo habría sido, si cabe, más divertido. La perdición para muchos.
Ojalá hubiera tenido la suerte de ser entonces un poco como vosotros: ser jóvenes, con los cinco sentidos bien atentos, siempre dispuestos a escuchar, con las mentes puestas no sólo en el presente, sino también en el futuro, con toda la información en un click… Sí que es verdad que hay aspectos de los jóvenes de ahora que han hecho que algunos os etiqueten como la “generación malcriada y materialista”, acostumbrada a poseer y poseer, sin apenas esfuerzo o sin ninguno. Dicen algunos que sois los hijos de aquellos jóvenes “post-dictadura”, que quisieron educar al revés que fueron educados, sin restricciones, desde el “colegueo”, dando a sus hijos todo cuanto demandaran. Los estudiosos en esto de la educación creen que a ESTOS PADRES se les terminó metiendo en casa el enemigo y terminaron por crear pequeños “monstruos” caprichosos y sin valores; suele justificarse con este argumento la pérdida de respeto que se ha impuesto hoy frente a la autoridad paterna o al maestro.
A los de nuestra generación, la primera que vivía en democracia el despertar económico y social de España, se nos dijo que para triunfar y ser alguien de provecho debíamos saber mucho de ordenadores, hablar inglés e ir a la Universidad. En 2017 ya se ha alcanzado el hito: tenemos unos jóvenes adolescentes bilingües (y más), convertidos en la primera generación con la competencia digital de serie. ¿Qué “future challenge” se plantea para vosotros? Pues, mirad, creo que el gran reto que se os avecina, ahora que tenéis todos los canales de comunicación abiertos y a vuestra disposición, es llenaros de contenido, de ideas y palabras con las que expresaros e intentar hacerlo juiciosamente; es decir, el reto es que con el esfuerzo de vuestros padres, con el nuestro como profes y con vuestra inteligencia, consigamos que aflore en estas cabecitas un criterio propio, una manera de mirar y valorar el mundo, para que nadie pueda engañaros con los estereotipos publicitarios ni las tiranías consumistas, para que podáis elegir vuestra ideología, estética y ética, sin imposiciones ni intereses particulares. No es fácil; pero tampoco imposible. Si lo conseguimos, habremos reclutado para nuestra sociedad individuos auténticos, independientes, con valores, sin trampa ni cartón. Y creo que precisamente eso es lo que le hace falta a nuestro mundo. Personas sensibles y concienciadas que entiendan que el bienestar de uno depende del bienestar de todos; que antes del yo está el nosotros; que el egoísmo y el materialismo voraz no nos hará prosperar como especie.


A pesar de vuestras muchas cualidades, no sois perfectos (nadie lo es), pero dais sentido al trabajo que se hace en vuestro instituto, donde, no vamos a negarlo, a veces las cosas no son siempre fáciles de sobrellevar. Nos acecha el desaliento y el cansancio, sobre todo frente a quienes se empeñan en taparse los oídos e ignorarnos. No es muy gratificante sentir que se predica en el desierto. Y, sí es verdad, algún que otro chaval caprichoso y consentido encontramos al otro lado. No pasa nada; no nos rasguemos las vestiduras, sólo es consecuencia del contexto que le ha visto crecer.

Decía al principio que en 1992 yo no sabía qué quería ser de mayor ni imaginaba que cinco años después, en 1997, estaría matriculándome en Filología Hispánica. No me guiaba todavía el deseo de ser profesora, como les sucedía a otros compañeros de promoción, pero ya había descubierto qué era lo que me hacía sentir bien y me motivada: el estudio de nuestra lengua española.




Quién me iba a decir que sólo dos años después estarían viniendo al mundo ¡los bebés que se convertirían después en mis alumnos. ¡Qué vértigo da ver que lo que para mí es un breve intermedio en el transcurso del tiempo para vosotros es toda una vida!! Desde que inicié mis estudios universitarios hasta ahora, han transcurrido los momentos más importantes de mi vida, en el ámbito académico, profesional y personal. En este tiempo, vosotros os habéis convertido en lo que sois, unos jóvenes excepcionales con un hermoso libro en blanco por escribir. En algo habrán contribuido vuestros padres; estad seguros de ello. Dejad que os sigan indicando el camino correcto durante algunos años más; el vuelo en solitario os tocará levantarlo cuando ya hayáis descubierto vuestro rumbo y sepáis qué cielos y sueños queréis perseguir con vuestras alas…



El mensaje final es en realidad un principio: seguid siendo así, creed en vosotros mismos, y trabajad mucho, porque, de verdad, algo que sí he aprendido es que los triunfos en la vida no son gratuitos. Sólo quien se esfuerza llega a la meta. Y durante la carrera no olvidéis uno de los lemas que nos ha acompañado estos años en Literatura: Carpe diem; tempus fugit (“Aprovecha el momento; el tiempo se escapa”). Si os caéis, levantaos; pero no os quedéis por el camino.



Como profesora, he sido muy afortunada por haber podido compartir este año con muchos de vosotros; por haberos tenido como alumnos. Si tenía alguna duda acerca de esto de ser “maestra”, de momento, la habéis disipado. Después de haberos conocido, quiero seguir siendo lo que soy ahora, aprendiz de profesora. Gracias por haber desmentido las leyendas urbanas que circulan acerca de los adolescentes. Sé que “hay perversos adolescentes” sueltos por el mundo, pero ahora también sé que quiero seguir en este barco para intentar cambiar la dirección de su vuelo.
Por último, sólo me queda recordaros que siempre llevéis en vuestra “mochila del viaje de la vida” una buena dosis de buen humor, otra de tesón y energía y reservas suficientes de constancia para el largo camino. ¡Buen viaje!

miércoles, 7 de junio de 2017

Tiranas heridas


Aún me pesa en el alma el dolor de aquellas heridas. Con el verano, volvía el suplicio del calor en mi tierra, a orillas del mar o del infierno, según se vea, momento inexcusable para el bañador, que los bikinis no eran por entonces tendencia... Yo me lo ponía, no quedaba otra, aunque luego anduviera siempre con una camiseta amplia puesta o la toalla envuelta, tapando, siempre tapando. 

Detestaba mirarme en el espejo... ¿Cómo iba a dejar que las chicas con las que salía me vieran y supieran que no era como ellas, que juzgasen implacables mi talla, mi redondez, mi inseguridad bajo aquella tirana y escueta licra? ¿Y los chicos? ¡Qué más daba! Ellos no miraban ni escuchaban a la que se ocultaba tras la toalla y la sonrisa a medio dibujar.

Fueron los años en los que empecé a salir por la noche. Ya podía sacudirme la arena de la playa, lanzar el bañador del demonio contra las cuerdas y volver a esconderme, ahora tras la ropa. "No puedes ir en verano con esos vaqueros. Te va a dar algo, niña. Mira a tus amigas...". Tengo que ser un poco como ellas, para sentir que me aceptan, y para conseguir que ellos también reparen en mí. Me pongo una falda, larga, estilo hippy, como las que estaban de moda. Son anchas, disimulan, ya no voy con mi pantalón de pata recta talla "casi 48". Camino casi feliz, bordeando el mar, de camino al encuentro con la pandilla. No me gusta del todo aquel disfraz casi hawaiano; no me siento cómoda bajo la tela, aunque me agrada la idea de ser chica de las que parecen chicas, que mi abuela ya me dice que hay que ponerse faldas y zapatos con un poquito de tacón para parecer una mujercita... 

Pero, en mi caso algo falla, a mí me rozan las piernas, al principio no es más que un incómodo encontronazo entre los muslos por su cara B; en un "anda que andarás", el roce se intensifica, aumenta la molestia, un leve escozor que termina por abrasarme por efecto del calor y del sudor. La piel termina levantándose, furia extrema, y comienza a hacer la herida. Una vez que he llegado al encuentro con mis amigos, se me ha terminado de torcer la sonrisa. Me duele y me seguirá doliendo el resto de la noche. Al regresar a casa, descubriré al desvestirme dos enormes heridas en la cara interna de mis piernas. Me arde la piel, grita mi amor propio. Regreso de mi guerra con la carne abierta y el corazón en guardia, rígido, también dolido... En dos días se irá formando una costra sobre aquella herida, que volverá a rozarme al contacto con mi pantalón vaquero...

No fui una niña gorda, aunque apuntaba maneras. Me gustaba comer, sobre todo dulces. No había tanta conciencia entonces sobre la salud alimentaria o la necesidad de practicar deportes. Hace veinticinco años, estar entraditos en kilos era síntoma de estar bien alimentado. Y debo decir que yo lo estaba, pero no había cosa que me gustara más que comprar bollos, que ahora llamamos industriales, siempre a escondidas, dejándolos a deber a la tendera del ultramarinos del pueblo; mi madre no debía enterarse de que las rosquillas con quesitos que ella me ponía para el recreo me sabían a poco y que antes de sus lentejas me recreaba con los croisánt rellenos de chocolate de la tienda de abajo...

Aunque en casa tomaban como una cuestión importante la buena alimentación, tampoco se me machacó en exceso con el tema de los kilos y las tallas. No se me reprendió más de lo razonable por comer chocolate ni se me impuso ningún tipo de dieta. Era una niña y estaba creciendo. Esas dos mismas razones son las que defendió mi madre para convencerme de que, con once o doce años, no debía ponerme determinadas prendas. Era impropio que una niña llevase faldas por encima de las rodillas, con medias y taconcito, para aparentar y jugar a ser mujer. Así que, aunque a mí me llamaba la atención que algunas amigas vistiesen con volantes, tuve que conformarme con los pantalones y jerseys o el chándal para ir al colegio. A regañadientes, pero en el fondo aliviada porque empezaba a darme cuenta de que, conforme iba aumentanando de peso y edad, me apetecía menos exponerme a los demás más de lo necesario. Por esto y porque mi abuela seguía insistiendo en que debía empezar a ponerme faldas y zapatos finos, yo terminé por reafirmarme en otro estilo a la hora de vestir. En un gesto de rebeldía, que en su trasfondo escondía también mucha frustración por no sentirme identificada con la tendencia dominante, quise tener mis primeros vaqueros elásticos, algunos rotos, camisas holgadas y originales, con un toque inevitablemente masculino, puesto que los estilos en la moda estaban por entonces muy estereotipados y las camisas de cuadros eran rectas y amplias, sin pinzas, y se compraban en la sección de chicos. 

Creía haber encontrado la ropa con la que me sentía a gusto, conforme, para, al final, terminar rindiéndome a la evidencia de que yo seguía sin ser el tipo de chica que "molaba" tener como amiga ni aquella en la que se fijaban los chicos. Y eso que la publicidad no era todavía tan voraz ni estábamos sometidos aún a la sobreexposición a la que nos abocan internet y las redes sociales.

Queriendo ser aceptada, terminaba siempre cayendo en la trampa, en el convencionalismo por el que, históricamente, la mujer se significa como tal a través de sus prendas de vestir (tacones, faldas, medias), su maquillaje y su peinado, aderezado todo con las poses 100% femeninas que terminan definiendo su condición. 

Casi siempre en verano, volvía a arrinconar mis tejanos de chicote para atreverme con la falda, con la que me sentía insegura y ridícula, no tanto por verme gorda, sino porque esa indumentaria no se correspondía con mi manera de ser adolescente. Con aquel cambio de look forzoso terminaba traicionando mi verdadera esencia y estilo. No importaba. Había que cumplir con el canon, a toda costa, aunque bajo aquella tela vaporosa terminara sintiendo la herida abierta y sangrante tras el roce de mis muslos carnosos. Alguien me aconsejó que antes de salir me pusiese polvos de talco para suavizar la piel e impedir que se irritase. La que al final acababa el día con el alma escamada era yo, entre el dolor y la pena.

Había enterrado en el olvido estas imágenes. Hace apenas unas semanas, cuando empezó a hacer calor, vinieron de nuevo a mi cabeza. Y es que, caminando por los pasillos del instituto, empezaron a dejarse ver todas las muchachas con sus pantaloncitos cortos, cortísimos, exiguos hasta decir basta... Y más allá de que yo piense que deberíamos darles un repaso sobre la importancia de la adecuación, tanto en el vestir como en el hablar, en razón al contexto (a una entrevista de trabajo no se debe ir en "shorts" ni a la piscina con traje y corbata), lo que verdaderamente me enfada es ver a bastantes chicas adolescentes que, como yo, tienen sobrepeso y que intuyo que andan bajas de autoestima, enfundadas en pantalones ridículamente reducidos que, según creen, las ponen en la primera fila del frente femenino. 

Piensan, ingenuas, que luciendo muslos consiguen igualarse a las demás y cumplir con la tendencia generalizada en las tiendas y promovida por las marcas de referencia y las influencers de turno. Aunque rocen las piernas y duela, aunque en el fondo muchas no se sientan realmente ellas mismas, aunque en el silencio de sus corazones sigan sintiéndose maltratadas por la implacable tiranía de las tallas y el culto a la imagen social...

No digo yo que una chica gordita no deba ponerse un pantaloncito porque le quede mal; digo que es tremendo que lo haga no por deseo y expresión de libertad y desenfado, sino por imposición del consumismo más salvaje. Si quiero ser y estar en este mundo, tendré que ser y aparentar como dicta este mundo de escaparate continuo, aunque yo no me reconozca en el espejo al verme a diario enseñando hasta las ingles y a pesar de las heridas que me pueda llevar para siempre en la piel o en el alma.

-Profe, de verdad, es horrible, se me pegan los muslos a la silla.

-¿No será que falta tela en tu pantalón que te proteja?

(Risas).

Se me acercan varias chicas. "De verdad, profe, los llevamos porque en las tiendas no hay muchas más opciones. No hay otra cosa".

¿Es la moda expresión de tu gusto estético y tu libertad? "No". Y encima ¿me dices que eres consciente de que no hay donde elegir, que os están obligando a consumir ese estilo? Hay que rebelarse contra los cánones que nos encasillan y cosifican. Si se empeñan las marcas en que todas debemos llevar "megashorts" y enseñar cachete desde tierna edad... Mala cosa, porque no es fruto de una libre elección, sino una imposición del consumismo y los mercados... Chicas, sois grandes e irrepetibles, independientemente de cuantos centímetros de piel enseñéis. No hay que esconderse ni ir con traje de neopreno, pero tampoco "ir como todas". Sois únicas. Elegid vuestro estilo. Sed vosotras mismas, siempre.

sábado, 3 de junio de 2017

"Doll Face". La historia de Eva, mi muñeca rota



Yo conocí también una de estas muñecas, articulada y manipulable. Entonces se llamaba Eva y no encontraba espejo donde mirarse. Y el no hallar reflejo devuelto por un cristal era lo que le ocasionaba aquel malestar general, la sombra en la mirada, el gris en la piel y el negro vacío en la mirada. Se sentía sola y perdida, confundida... Andaba engañada, creyendo que ella no tenía identidad ni sonrisa solo porque no encontraba imagen en la que reconocerse. Y más le habría valido no haberla encontrado nunca, pues la ventana que para ella se abrió no vino a mostrarle precisamente el lado amable de la realidad.

Primero se sintió feliz y quiso lucir como aquella otra chica, la que le sonreía desde el otro lado del cristal. Parecía lustrosa, segura de sí misma, feliz y libre. Eva quiso imitarla, vestir como ella, maquillarse como ella, imitar sus gestos y poses. Su madre y sus amigas se lo advertían, "esas chicas no son de verdad, hija; sus cuerpos son imposibles, los movimientos mecánicos e irreales. No te dejes engañar. Tú ya eres hermosa por ser tú. No te castigues por ser una muñeca más o terminarás siendo una muñeca rota".

Todos corremos el peligro emocional de pretender ser quienes no somos, sobre todo cuando uno todavía es aspirante a adulto. Todos en algún momento nos hemos sentido hipnotizados por los millones de imágenes con los que se nos bombardea en esta era de la comunicación y el consumo voraces...

¿Y qué es de nuestros niños y adolescentes? Están atrapados en millones de pantallas por todo el mundo, secuestrados por estereotipos tiranos que les imponen moda, lenguaje y hasta una actitud vital...

La Eva de mi historia terminó recogiendo los trozos de sí misma, de su muñeca, y anda por este mundo buscando restaurador para su cuerpo y para su alma.